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El gesto del Veronés

«...los ropajes, rizados, temblorosos,/colgados de las ramas/y las sobredoradas palomas de los arcos,/hacia las balaustradas donde el cielo/vuelca palmas de luz entre murmullos/de ángeles anidados en las nubes». Rafael Alberti canta al Veronés en 'A la pintura'. La magnificencia, el fasto, el refinamiento, la delicadeza, la gracia. Con razón se ha dicho (lo escribió Élie Faure) que «el Veronés es el pintor de la gloria de Venecia». Hacía medio siglo que la Serenísima, mágico crisol de Oriente y Occidente, había lentamente iniciado una larga decadencia. La dilatación del tiempo lo asimila al espacio, crea un remanso en el que la fiebre del transcurrir se aplaca y donde se muestran en todo su esplendor, como si de un último acto se tratara, tesoros insospechados fruto de la antigua vitalidad. Diríase que a un momento así hubiera de corresponder una visión reconcentrada, proclive a la melancolía antes que presta a la celebración. Pero he aquí la maravilla del Veronés: esa dorada desenvoltura tan segura de sí que hasta podría semejar ingenuidad y con la que viene a asombrarnos. La piedra, la atmósfera y el agua compusieron de siempre la sinfonía arquitectónica de Venecia. De ese juego sin par de reflejos, tonalidades, cromatismos, formas, volúmenes, perspectivas, nace la pintura veneciana. Y esta pintura, señaladamente con Veronés, acoge a la arquitectura en su invención. Paolo Veronese (más tarde Caliari) procede de una familia de canteros. 'Paulo Spezapreda', como aún se firmaba el joven pintor con el apelativo del oficio paterno, ha crecido en un medio artesano que trabaja la piedra en la ejecución de mármoles, pavimentos, columnatas, balaustradas. Tiene trato con constructores y arquitectos. Uno de ellos, Michele Sanmicheli, patrocina sus primeros pasos pictóricos como fresquista. La impregnación de Roma determinará el personal estilo arquitectónico de los cuadros de Veronese. Como definirá la construcción pictórica de sus magnos lienzos (las 'cenas' o 'banquetes') la interpretación de Palladio de la escena vitruviana. Rafael Alberti llama a la Gracia que resume el arte del Veronés «dura, infinita, clara columna». Una gracia sustentada en la piedra. Casi imperceptiblemente un detalle en uno de esos magníficos banquetes da testimonio de esta progenie y de esta inspiración. Dos grupos, separados por una abertura, componen el primer plano. A la derecha, el más nutrido, en torno a Jesús levemente reclinado, atiende a sus palabras mientras, arrodillada, una mujer joven pulcramente ataviada le unge los pies. Es el episodio en casa de Simón, el fariseo, que narra el evangelio de Lucas. Jesús parece dirigirse a Simón, quien está de espaldas a otro personaje sentado, el cual, al girarse hacia atrás, cierra el pequeño grupo de la izquierda, remarcando el hiato entre ambos conjuntos. Una columna corintia se eleva justo delante, delimitando el espacio exterior donde se celebra el banquete del pórtico del sobresaliente edificio. En la mitad superior de la columna, el espectador, si por un acaso consigue abstraerse del lujoso concierto de colores, ademanes y acciones que llena la escena principal, distinguirá un clavo hundido en la estriada piedra blanquecina, finamente agrietada en ese punto, en alusión al humilde 'spezapreda'. 'La cena en casa de Simón' forma parte del centenar de obras y piezas reunidas en el Museo del Prado para la exposición consagrada a Paolo Veronese y comisariada por Enrico Maria Dal Pozzolo y Miguel Falomir . La muestra no sólo abunda en la condición original del museo como 'pequeña Venecia', prolongada con las exposiciones dedicadas a los Bassano, Tiziano, Tintoretto y Lorenzo Lotto. Sobre todo, la riqueza e importancia de las obras expuestas gracias a la colaboración de cerca de cincuenta prestadores hacen de esta una ocasión excepcional para el conocimiento del «tesorero de la pintura», como reza el elogio que del Veronés hizo Marco Boschini. No es posible aquí el inventario de tantas joyas como componen este «precioso erario» ni de «tal cantidad de curiosidades» como cabe admirar en estas «peregrinas pinturas» (Carlo Ridolfi). «Un mundo suntuoso y poblado», en frase de José Moreno Villa. Y desde sus maduros inicios. Dos primeros espacios muestran esos inicios con referencias a Rafael y a Parmigianino. En 'La Virgen y el Niño con santa Isabel, san Juan Bautista niño y santa Catalina' destacan ya las telas, tan típicas del Veronés, «los paños más extraordinarios que jamás pintara pincel alguno» (Boschini). La suntuosidad de la escena, sin embargo, está matizada por el encanto infantil, el mismo de la manita cogida a la muñeca de la madre en 'Retrato de mujer con un niño y un perro'. En contraste con esta placidez se halla la violencia, apenas disimulada por el ornato femenino, de 'La tentación de san Antonio'. Otras pinturas anuncian los grandes escenarios que aguardan en la sala contigua. 'La conversión de María Magdalena' presenta, a más del incandescente colorido de las vestimentas, recogidas en infinitos pliegues y repliegues, un sinfín de gesticulaciones de manos y rostros que interactúan conforme a leyes que parecemos desconocer. El Veronés es dueño de sí. No busquemos ahí ninguna fácil 'naturalidad'. ¿Qué vio entonces Velázquez en 'Jesús y el centurión' que, al traspasar el umbral, nos sobrecoge? ¿Sólo una solución compositiva para 'La rendición de Breda' como demostró magistralmente Diego Angulo Íñiguez? ¿Qué hay en esa suspensión del centurión con sus galas militares y sus pesadas hombreras, los brazos abiertos y la cabeza vuelta hacia Jesús en actitud de súplica, sujetado por sus pasmados soldados antes, quizá, de prosternarse por completo? Sabemos cómo Velázquez, genialmente, reinterpretó esa gestualidad en el gesto del marqués de Spínola poniendo elegante, gentil, su mano en el hombro de Justino de Nassau. E igual que los analfabetos asistentes a la escena del centurión murmuran entre sí extrañados y maravillados, así se suspenden y desconciertan los letrados en 'La disputa con los doctores en el Templo'. Aquí, el imponente decorado arquitectural está en misteriosa consonancia con la delicada autoridad del Jesús niño. Unas salas más adelante, la cartela de 'Los peregrinos de Emaús' (con su delicioso acompañamiento de niños y canes) nos recuerda el episodio de Veronese con el Santo Oficio, que lo acusaba de haber faltado al 'decorum' religioso por introducir en una de sus cenas (la 'última', 'en casa de Leví') 'bufones, ebrios, alemanes, enanos y otras vulgaridades'. En su defensa alegó el Veronés: «Nosotros pintores nos tomamos las mismas libertades que se arrogan los poetas y los locos». De las dos Anunciaciones, excelentes muestras de la armonía entre «el 'maestoso' tratamiento gestual y la monumentalidad y nobleza de su ambientación arquitectónica» (Falomir), pasa el visitante a las escenas mitológicas. Una, en pequeño formato, nos enseña a Marte y Venus entregados a un forcejeo amoroso en el instante en que aparece Cupido llevando de las riendas al caballo del dios. Las secciones finales están dedicadas al 'Último Veronese' y a sus 'Herederos y sucesores'. Sus composiciones postreras, como se nos dice, son «dramáticas e inestables», de «colorido sombrío». El 'Moisés y la zarza ardiente' se nos antoja inquietante. Y sin embargo… el pequeño lienzo tardío 'Moisés salvado de las aguas', aun en su apagado colorido, nos devuelve una vez más el gesto seguro del Veronés: «Pinto y hago figuras».
abc.es
hace alrededor de 7 horas
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