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El último capricho del rey Juan Carlos

El último capricho del rey Juan Carlos
“¡La democracia no cayó del cielo!”, proclama Juan Carlos I, como si la hubiera traído él mismo. Su mirada es la típica de las élites que se creen guardianas del destino colectivo: juegan al ajedrez de la historia moviendo peones y sacrificando piezas menores cuando lo exige la estrategiaEl rey emérito se atribuye la llegada de la democracia y dice que los 100 millones de Arabia Saudí fueron “un regalo” que no supo “rechazar” El libro del ciudadano Juan Carlos de Borbón se ha escrito mientras su protagonista vive refugiado en una lujosa residencia de Abu Dabi. Se publicará antes en Francia que en España, porque -según se dice en su propia entrevista- el rey emérito encontró en una pluma francesa la disposición que no halló en dos plumas españolas. Al parecer, incluso Felipe VI le pidió que desistiera del proyecto, una biografía que el propio autor anticipa que no gustará a muchos españoles. Todo apunta, pues, a un gesto de capricho: el deseo infantil de tener la última palabra. Una entrevista zalamera y servil hasta el bochorno nos ha dejado ya los primeros titulares. Juan Carlos se presenta como un hombre herido, traicionado, víctima de la ingratitud de su país. Es la típica actitud del privilegiado: sentirse injustamente tratado cuando cesa el trato de favor. Y resulta paradójico, porque no hay en España nadie que haya sido más protegido que él. Durante décadas fue literalmente la única persona amparada por la Constitución, incluso en el terreno penal. En la Inglaterra de la monarquía absoluta se decía “he king can do no wrong”, una fórmula que consagraba la inmunidad de los reyes: la ley emanaba de ellos mismos -y de Dios a través de ellos-, por lo que no podían ser juzgados. De ahí nacen los conceptos modernos de inviolabilidad e irresponsabilidad, que subsisten casi intactos en la monarquía española contemporánea. En teoría, el monarca constitucional actúa siempre en representación del Gobierno; en la práctica, se trata de un privilegio que impide perseguir sus delitos. Los constituyentes, cabe suponer, pensaron que el rey no iba a delinquir; pasaron por alto la historia de casi todos los borbones anteriores. El entrevistador, de notable inclinación conservadora, apunta que “las acusaciones de comisiones en una cuenta suiza o de acoso no han llegado a ninguna parte”, obviando deliberadamente que el destino de las investigaciones estaba decidido desde el principio: la citada inviolabilidad garantizaba su cierre. La fiscalía y los jueces hallaron indicios de delitos fiscales, blanqueo de capitales y cohecho, pero archivaron los casos escudándose en esa protección constitucional. Tan simple -y tan grave- como eso. A esa impunidad se suman otras prerrogativas. El Código Penal reserva artículos específicos para proteger la monarquía: en España ha habido ciudadanos encarcelados por injurias a la Corona. En este sentido el exilio dorado en Abu Dabi no habrá sido un gran cambio para Juan Carlos, quien ha reconocido sin pudor que el régimen encarceló a un periodista que intentó entrevistarlo -y al que liberó él mismo, mediante su voluntad real-.  Durante décadas, además, el ciudadano Juan Carlos de Borbón contó con la complicidad de gobiernos, jueces y medios. Adolfo Suárez admitió que no se convocó un referéndum sobre la república porque se habría perdido para los monárquicos, y los periodistas ocultaron esa confesión -y muchas otras cosas más- hasta décadas después. El CIS dejó de preguntar por la “salud democrática” de la monarquía cuando los resultados empezaron a torcerse. Y cuando la situación se volvió del todo insostenible, PSOE y PP acordaron su salida ordenada y privilegiada: puente de plata al rey que huía. Se sacrificaba al monarca para salvar la institución. Pero Juan Carlos no lo ve así. En su relato, los escándalos y delitos son probablemente el precio que España debe pagar por los “servicios prestados”. El texto destila una desmesurada autocomplacencia y una altísima consideración de su propio papel histórico. “¡La democracia no cayó del cielo!”, proclama, como si la hubiera traído él mismo, y no un pueblo que se jugó la vida por conquistarla. Su mirada es la típica de las élites que se creen guardianas del destino colectivo: juegan al ajedrez de la historia moviendo peones y sacrificando piezas menores cuando lo exige la estrategia. No cuesta imaginar que, en su fuero interno, se vea a sí mismo como un personaje trágico, víctima de la ingratitud de su tiempo. No tanto un Napoleón -que perteneció a una generación que tuvo una tensa y afilada relación con los Borbones- si no como un Julio César abandonado por los suyos. No en vano, Juan Carlos subraya con insistencia que renunció “heroicamente” a los poderes que Franco le concedió, según dice, para “crear un régimen más abierto”. El libro hará las delicias de las tertulias, pero aportará poco al trabajo del historiador. Es, al fin y al cabo, una biografía: la suya. Intentará redimirse, matizar, justificarse. Dirá algunas verdades, se sincerará de algún modo -el tono de la entrevista sobre el franquismo ya apunta maneras-, y también tratará de convencernos de cosas improbables, como que su muy amado general Armada, quien estuvo fielmente 17 años a su lado, le traicionó al convencer a los generales golpistas de que hablaba en su nombre. Sin duda, es un libro que apunta al desahogo. El de una persona incomprendida y frustrada. Alguien que al mirarse en un espejo se ve un héroe, pero al que todos los demás ven como un privilegiado que abusó de su condición para perjuicio de la sociedad. ¿Héroe o villano? El tiempo permitirá poner los matices donde corresponda, pero todo apunta a que los delirios de grandeza no están justificados y que estamos ante otro exponente de una larga dinastía que siempre antepuso su interés al de la nación. Del corrupto reinado de Carlos IV a los exilios vergonzosos de Isabel II y Alfonso XIII, ambos huyendo bajo las sólidas acusaciones de corrupción, Juan Carlos I pasará a la historia como un Borbón más: uno que actuó, sencillamente, como todos los anteriores. Mientras tanto seguirá viviendo una vida de lujo; que no se queje tanto.
eldiario
hace alrededor de 9 horas
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