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Rusia y Europa en la pos Guerra Fría

Ursula Von der Leyen se dirigió al Parlamento Europeo el pasado octubre. Denunció que «en las últimas dos semanas, cazas MIG han violado el espacio aéreo de Estonia y drones han sobrevolado sitios críticos en Bélgica, Polonia, Rumania, Dinamarca y Alemania ; un patrón de amenazas crecientes para dividir a nuestra Unión y debilitar nuestro apoyo a Ucrania». Las llamó «guerra híbrida», un intento de desestabilizar a la OTAN. Sorprendieron las incursiones, pero sólo a medias. Es que son la versión actual de las técnicas heredadas del periodo soviético, adaptadas a la pos Guerra Fría y a los actuales objetivos estratégicos del Kremlin. Lo cual se entiende a la luz del colapso del comunismo, la disolución de la Unión Soviética y la llegada de Putin al poder, quien ha ido más allá del periodo soviético. De hecho, desplegó agresiones y tácticas terroristas en Rusia y en Europa desde el inicio. La transformación «a medias» de los noventa explica buena parte de esta Rusia de hoy. El Muro de Berlín cayó en noviembre de 1989, una vez que Gorbachov asegurara que no enviaría tanques a reprimir las protestas, como había ocurrido en Budapest en 1956 y en Praga en 1968. Ello aceleró las protestas. La puerta de Brandemburgo se abrió en noviembre de 1989 por acción de los propios berlineses. La ciudad se unificó y a ello le siguió la reunificación alemana, concluida en octubre de 1990, once meses más tarde. En preparación, la República Democrática Alemana abandonó el Pacto de Varsovia en septiembre de 1990, el cual dejó de existir en marzo de 1991. La disolución de la Unión Soviética, a su vez, ocurrió en diciembre de 1991. Así concluyó la Guerra Fría. Y no se trató sólo de un cambio de régimen: de la partición de tres Estados –la URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia– surgieron 22 de la noche a la mañana. La arquitectura del socialismo de Estado colapsó en tan sólo dos años. El mapa da cuenta de la extraordinaria «década de las revoluciones democráticas». Yeltsin asumió la presidencia de la nueva Federación Rusa en julio de 1991. No obstante haber apoyado la disolución de la URSS, tener instintos democráticos y contar con el apoyo explícito de Clinton, no era partidario de otorgar la independencia total a Ucrania, declarada en la Rada de Kiev el 24 de agosto de 1991 y aprobada después en un referéndum en diciembre con más del 90 por ciento de los votos, incluyendo Crimea y el Donbás. Con la idea de mantener a Ucrania dentro de la órbita de Moscú, y a pesar del nuevo escenario político, el nacionalismo ruso buscó preservar componentes centrales de la Guerra Fría recreándolos en una suerte de unión sucesoria. La escritura estaba en la pared. Simultáneamente con la disolución de la URSS –y una semana después del referéndum que ratificó la independencia de Ucrania– el 8 de diciembre de 1991, Rusia, Bielorrusia y Ucrania fundaron la Comunidad de Estados Independientes, CIS, al que se adhirieron otras ocho repúblicas exsoviéticas pocos días más tarde. El acuerdo comunitario incluía una Asamblea Interparlamentaria, la Unión Económica de Eurasia y un Área de Libre Comercio, entre otros arreglos institucionales. Sobre todo, formulaba el Tratado de Seguridad Colectiva, una alianza militar. Realidad o metáfora, se trataba de un intento de reconstruir el Pacto de Varsovia. Ucrania no se unió al tratado de seguridad, con lo cual las relaciones rusoucranianas se deterioraron rápidamente. Las diferencias acerca de la división de la flota del mar Negro, el apoyo ruso al separatismo en Crimea, el conflicto en Transnistria en 1990, y la resolución de la Duma de mayo de 1992, declarando ilegal y con carácter retroactivo la decisión soviética de 1954 de ceder Crimea a Ucrania, confirmaron que Rusia no aceptaría el nuevo orden postsoviético. Ello se vio plasmado en el Memorándum de Budapest, firmado en diciembre de 1994 entre Rusia, Ucrania, EE.UU. y el Reino Unido, con la adhesión de China y Francia. Se trataba de un compromiso mutuo de seguridad: Ucrania entregaría las armas nucleares, que la convertían en la tercera potencia nuclear del mundo, y Moscú reconocía su soberanía e integridad territorial, renunciando a usar la fuerza militar y la coerción económica. Pero era un acuerdo sin dientes. En el texto las potencias firmantes proveían 'assurances', una mera fiscalización política, pero no 'guarantees', garantías de acción militar en caso de una violación del acuerdo. El Memorándum no logró disuadir a Rusia porque no impuso ningún costo inmediato por su violación. Siendo que Ucrania renunciaba al único elemento disuasorio creíble ante una posible agresión, no pocos advirtieron entonces que el monopolio de las armas nucleares en el espacio postsoviético le permitiría a Rusia resurgir rápidamente en su pretensión hegemónica. Más aún en respuesta a las demandas de Ucrania de garantías de seguridad, Rusia acordó reconocer las fronteras de Ucrania «solo dentro de las fronteras de la Comunidad de Estados Independientes». La paz de la pos Guerra Fría no sería tal cosa para Ucrania. Occidente la había abandonado. Los bloques con los cuales Rusia intentaría ocupar el lugar hegemónico de la URSS se habían reconstruido. Sin embargo, ya no se trataba del mismo régimen político. El modelo socialista de partido único era altamente institucionalizado, gobernado por una intelligentsia civil y una burocracia profesional que tomaban decisiones colectivas de acuerdo a pautas y reglas previamente establecidas. Los militares y los espías estaban subordinados a la autoridad civil, el partido. Con Putin en el poder pasaron a gobernar, el régimen derivó en algo peor. Si el socialismo de Estado era un régimen totalitario, ahora se convirtió en un totalitarismo patrimonialista, fuertemente personalista y, por ende, más arbitrario dentro de Rusia y en el exterior. Ello explica las campañas de desinformación en medios y redes sociales, la interferencia en las elecciones de países europeos, los ciberataques, el envenenamiento de adversarios internos, los presuntos suicidios de diplomáticos y oficiales militares, entre otras formas de sabotaje. Y, por supuesto, las guerras de agresión, ocupaciones y anexiones de territorio. Con Putin surgió una Rusia más agresiva, desestabilizadora, y con rasgos de Estado terrorista . En agosto de 2008 fuerzas rusas ingresaron en Georgia para apoyar los intentos secesionistas de Osetia del Sur y Abjasia. En febrero de 2014 Rusia invadió y anexó Crimea, y en abril de ese año ocupó el oriente ucraniano, la guerra del Donbás. En septiembre de 2015 se involucró en la guerra civil en Siria, incluyendo la comisión de atrocidades en Alepo. En febrero de 2022 ocurrió la invasión de Ucrania, pero la guerra había comenzado antes. No obstante, la política exterior europea optó por el apaciguamiento. En buena parte se explica por Minsk y Nord Stream 2, acuerdos que normalizaron la presencia militar rusa en el Donbás y profundizaron su dependencia en la energía rusa, respectivamente. De ahí que las incursiones de hoy sólo puedan sorprender a medias. Es verdad que Putin busca «debilitar el apoyo a Ucrania», según expresó Von der Leyen. Pues para él, Ucrania siempre ha sido la primera trinchera de Europa, no la última. El problema de Europa es haberlo comprendido tarde.
abc.es
hace alrededor de 11 horas
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