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Irse de Madrid no es un fracaso personal, el fracaso es de Madrid

Irse de Madrid no es un fracaso personal, el fracaso es de Madrid
Este último mes he conocido que tres personas de mi entorno han dejado o van a dejar Madrid para volver a sus pequeñas localidades de origen o vivir en un entorno rural más asequible No me parece de recibo empezar las columnas citando a la RAE, pero me voy a permitir esta excepción veraniega. La RAE define ‘estéril’ como “Dicho de un ser vivo: Incapaz de reproducirse”. No solo los seres vivos, las ciudades también pueden volverse estériles si no se hacen los chequeos necesarios. Cuando una ciudad es incapaz de mantener su comunidad, no muere, pero digamos que tampoco está verdaderamente viva; está mustia, lánguida, con una avitaminosis casi terminal. Este último mes he conocido que tres personas de mi entorno han dejado o van a dejar Madrid para volver a sus pequeñas localidades de origen o vivir en un entorno rural más asequible. Uno de ellos me hablaba de “fracaso”, utilizó esa palabra que me pareció significativa, no por volver a casa de sus padres en el pueblo del que salió hace años (qué fracaso puede ser volver a tu lugar en el mundo) si no por no haber conseguido prosperar económicamente en la ciudad en la que iba a tener la supuesta oportunidad de hacerlo. La realidad es que se va de Madrid porque, con más de 35 años, no puede pagar un alquiler sin tener que compartir piso y este es un drama que está ahogando a Madrid como el muérdago que hunde sus raíces en un árbol parasitado. El fracaso no es suyo, es de la ciudad: eso le dije entonces y lo digo también en esta columna. Madrid, por supuesto, no está muerta, sigue conservando esa vida cultural y social que nos mantiene atrapados a muchos de los que vivimos en ella y un abanico de oportunidades laborales difícilmente comparable, pero una ciudad que expulsa reiteradamente a los jóvenes –y a los no tan jóvenes– por los precios de la vivienda es una ciudad con graves síntomas de esterilidad. Quizá todavía no se ven del todo, se intuyen, se adivinan, pero se terminarán evidenciando con claridad en unos años. Algo se está agitando bajo el suelo capitalino, allí por donde pasan los metros cada vez con menos frecuencia: la creciente brecha de riqueza, la raíz de una desigualdad tan grande como las plantas de la tirada de Jumanji. Porque cuando los pisos se convierten en simples activos se produce una transferencia de riqueza entre quienes no tienen y quienes sí y se produce una trasferencia de la vida vecinal a la vida de paso, ya sea turística, de negocios o de esos lustrosos portadores de golden visas que van y vienen con sus maletas de acero inoxidable a cuestas, felices de llamar hogar a una ciudad amurallada por las propiedades, con la autosuficiencia dada por sus millones de dólares. La realidad es que no valen de nada las socorridas promesas de libertad, ni la oferta desmedida de gildas, los bares con resplandecientes decoraciones abiertos hasta las seis de la mañana, la fotogenia, las escuelas con niños bilingües, los atardeceres o las terrazas abarrotadas, cuando no puedes dormir bajo un techo compartido por menos de 500 euros al mes (en solitario la cifra ya supera los 800 euros si no quieres vivir en un sótano decrépito). Y no se trata solo de perder la adrenalina de la capital o eso de tener un horizonte laboral al que agarrarse, sino de perder algo muchísimo más importante: el derecho a pertenecer. Cuando los jóvenes (y no tan jóvenes, insisto) se ven obligados de un modo u otro a abandonar Madrid también pierden su derecho a pertenecer.
eldiario
hace alrededor de 22 horas
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