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Ignacio de Loyola, el quijote de Dios

En 1905 Unamuno publicó 'Vida de Don Quijote y Sancho', una obra en la que el genio vasco comparaba la historia de Alonso Quijano con la de Íñigo de Loyola , asumiendo que la biografía de este último estaría presente en aquella biblioteca causante de tantos delirios. Una propuesta osada la de Unamuno, pero capaz de atrapar al lector en una enmarañada red de argumentos y evidencias existenciales, como sólo él lograba hacer. Porque tanto el caballero como el santo, ambos de «complexión seca, recia de carnes y rostro enjuto», cayeron en una bendita locura de tanto leer. Se lanzaron a los caminos sin miedo, en busca de aventuras hacia Levante, y tenían una dama a quien honrar en el silencio habitado de la noche. Incomprendidos por los suyos y admirados por los desconocidos, locos para muchos pero cuerdos como pocos, al menos en las cuestiones del alma. Siempre deseosos del bien más sublime y de una eternidad que uno encontró en los altares y el otro en las páginas de oro de la literatura universal. Es complicado entender España y la Iglesia sin reconocer la mirada sutil y novedosa de san Ignacio de Loyola –y a su vez de la Compañía de Jesús–, siempre atento a los vientos del Espíritu. Presto para sacar provecho espiritual, como el estratega que sabe leer la realidad para desplegar sus velas. Y es que el mundo ha cambiado mucho en estos cinco siglos, pero no tanto como creemos. Si ahora nos impresionan las posibilidades de la inteligencia artificial, los contemporáneos de Íñigo descolocaban a sus pupilos con el humanismo de Ovidio, Virgilio y Cicerón. Si el transhumanismo nos hace temblar con sus promesas prometeicas, allá por 1550 Sepúlveda y Bartolomé de las Casas discutían si los indios tenían alma. Si en 2025 el terror llama a las puertas de Europa en Ucrania y en Gaza, justo en 1571 el Mediterráneo contenía la respiración en Lepanto. Si en esta década en la Iglesia nos damos cuenta del drama de los abusos, por entonces buena parte del clero clamaba por una reforma y Lutero quebraba la cristiandad. Si en este siglo hablamos de llegar a Marte y de volver a la Luna, las noticias que llegaban del Nuevo Mundo cambiaban la autopercepción de la vieja Europa. Y si hoy por hoy los nacionalismos diseminan el sectarismo por doquier, el enfrentamiento entre Carlos V y Francisco I dividía el tablero a merced de los intereses de sus respectivos linajes. De modo que otro Francisco, el mismo que convocaba el Jubileo para la esperanza, habló de «cambio de época» y, como sus predecesores, repetía a los jóvenes: «No tengan miedo». En los tiempos más duros emergen los personajes más fascinantes. Y es quizás aquí donde encontramos una de las grandezas del santo de Loyola: su capacidad para ver a Dios en medio de la incertidumbre, del no saber. Como el deportista que se crece cuando lleva el marcador en contra o el ejército que se une más porque sólo le queda vencer o morir. Para asumir que el ser humano está llamado a vivir en una continua tensión. Para reconocer cómo Dios está en los entresijos de la Historia y cómo, suavemente, es capaz de mecerla, pues el mañana es bueno, sencillamente porque viene de Dios. Ir con el viento en contra no significa que el barco esté hundido. Y es que este vasco universal no era ingenuo. Tampoco era un inconsciente, pero estaba ebrio de esperanza. Sabía muy bien cómo funcionaba el pecado y de qué iba el mundo, porque él mismo lo había padecido y él mismo lo había disfrutado. Era un hombre de carácter firme y copiosa determinación, que supo ver el futuro como una constante oportunidad en una divina imperfección. Era portador de ese tipo de santidad –propio de la teología rusa– que se vive desde la locura, al mismo tiempo que derrocha un gran sentido común. Loco por salirse del guión sin descarrilar, para despegarse de todo afecto que paraliza, para otear la novedad de Dios. Sensato para intuir que las cosas no son fáciles, para asumir la realidad en su complejidad, para potenciar la audacia con una sana ambición. Tan cultural como contracultural. De esta forma tantos hijos de san Ignacio han vivido en la tensión de la Historia, en la frontera entre la locura y el sentido común: capaces de salir a los caminos y vivir otras vidas, incluso en la soledad de un laboratorio, en la portería de un colegio o en los confines del mundo, crucifijo en mano. Como lo hacía Gracián al escribir 'El Criticón', Mariana al denunciar las tiranías de su tiempo o Vélaz al desafiar la pobreza extrema a través de la educación. Libres para servir, como lo han experimentado tantos alumnos que han pasado por los pupitres de la Compañía. También sus numerosos detractores. Es la peculiaridad del que podría tener muchas vidas, pero decide la insensatez de jugársela al todo o nada, sin más garantías que apostar sus sueños a caballo ganador, sin más argumento que una tibia intuición. Y así la vida de san Ignacio sigue llamando tanto la atención: porque no le tuvo miedo a lo que al mundo le suele tener pánico. Porque al final sabía poner todo en manos de Dios. Tan loco y a la vez tan sensato, como sus compadres Quijote y Sancho. Y no se achicó ante el poder de su tiempo ni ante la autoridad de la Inquisición. Tampoco ante el fracaso, el diferente, el escándalo ni la vil humillación. En un presente en el que nos asusta tanto el futuro, nos faltan profetas que no vean todo negro y hagan de la realidad una taberna más. Profetas, insisto, que intuyan la esperanza donde la inmensa mayoría sólo descubre caos y confusión. Por eso el bueno de Íñigo no se borró de la Iglesia ni apostó por la 'fuga mundis'. Al contrario, puso su locura y su sensatez al servicio de Dios e hizo del mundo su claustro. Ni más ni menos. Como todo gran personaje, Ignacio podría ser recordado de infinitas maneras: sacerdote, caballero o jesuita. Santo, escritor y fundador. Puede que como conversador, diplomático o quizás como un gran místico. Porque todo esto lo fue con creces. Pero él eligió considerarse peregrino, en su locura y en su sensatez, aun sabiéndose cojo. Porque sabía que su fuerza no estaba en él, porque sencillamente caminaba con Dios. Es el quijote de Dios que se convirtió por una herida , que estaba loco por Jesucristo y que no le tuvo miedo a vivir.

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