cupure logo
delunaquelosparalasveranodañosocialdana

Máster en deshonestidad

Máster en deshonestidad
Cuando reaccionamos con indignación ante políticos que inflan su currículum con falsedades o títulos engañosos, debemos hacerlo sin reforzar el mismo problema que decimos denunciar. El problema es que mienten y son unos cínicos. No caigamos en la trampa de pensar que lo reprobable es no tener títuloNoelia Núñez: ni honestidad ni esfuerzo Era mi último año de universidad y la asociación estudiantil a la que pertenecía estaba cada vez más hastiada con el equipo directivo de la facultad. Llevábamos años esperando que nos concedieran un espacio para desarrollar nuestras actividades; un beneficio que recogía las normas de la universidad y que otras asociaciones conservadoras sí tenían. Habíamos ganado las elecciones estudiantiles, pero ni con esas. Así las cosas, conseguimos las llaves local reservado para estudiantes y nos pusimos a limpiar el caos que nos encontramos allí. Entre papeles viejos, apareció un hallazgo inquietante: un montón de carpetas llenas de diplomas firmados y sellados por la facultad, pero aun sin nombre. Bastaba con rellenar los datos personales y cualquiera podía fabricar un documento que aparentaba acreditar, de forma oficial, una licenciatura en Economía, Administración de Empresas u otras titulaciones. Habíamos descubierto un posible fraude, y lo denunciamos ante la universidad. No se trataba de títulos oficiales, pero sí de documentos que, con firma y sello, podían colarse en un currículum y difícilmente serían cuestionados en el sector privado. En un plumazo podrías llegar a aparentar ser licenciado en varias carreras; imagínese, no sólo ponerlo en tu currículum sino además tener un documento sellado que hiciera verosímil el engaño. Se abrió una comisión de investigación a instancia de la rectora. Pero yo no esperé sus conclusiones: me trasladé a Madrid para cursar un máster oficial de dos años en Economía Internacional y Desarrollo, con la intención de emprender una carrera investigadora. No éramos muchos los que seguíamos ese camino. La mayoría de mis compañeros, al terminar sus estudios, fueron contratados en puestos de trabajo —normalmente en bancos— para los que, unas décadas atrás, ni siquiera se requería cualificación formal. Cinco años de carrera para volver al punto de partida. Ese episodio con los diplomas me hizo pensar que el fraude curricular no es un fenómeno aislado, sino el reflejo de un problema más profundo: la cultura del exhibicionismo académico que se ha instalado en nuestro país. Durante años, no ser licenciado era casi una vergüenza social. Hoy, no tener un máster empieza a parecer lo mismo. Esta lógica desvalorizó la formación profesional e instauró una competencia desenfrenada por acumular títulos –cada vez más caros– que, en muchos casos, no aportan nada a la práctica profesional. La mercantilización de la educación y la lógica individualista del mercado laboral han provocado una gran pérdida de recursos –de tiempo y de dinero–, y han consolidado una forma estructural de clasismo educativo. Un entorno fértil para la exageración, el engaño y la deshonestidad. Claro que es vergonzoso e indignante que haya políticos que mientan en su currículum, sobre todo cuando pretenden dar lecciones sobre excelencia académica. Y sigue siendo sorprendente que haya tantos casos en la primera línea política, con un descarado engaño a la vista de todo el mundo. Pero no deberíamos quedarnos solo en la anécdota: hay que mirar el problema estructural que subyace en la forma en que concebimos la cualificación formal, especialmente en el ámbito público. Seguimos asociando automáticamente los estudios con la valía personal, como si un título garantizara sentido común, ética o capacidad crítica. Y no es así. Parte del error proviene de confundir educación formal con cultura. Antonio Gramsci aspiraba a una sociedad culta en la que los obreros fuesen también intelectuales. Pero no defendía que todos cursaran estudios universitarios, sino que afirmaba que todas las personas –independientemente de su origen social– son capaces de desarrollar pensamiento crítico. Esa era, para él, la base de la hegemonía cultural y el papel del partido político: formar intelectuales orgánicos, no en el sentido académico, sino como sujetos críticos y comprometidos con su realidad. Cuando reaccionamos con indignación ante políticos que inflan su currículum con falsedades o títulos engañosos, debemos hacerlo sin reforzar el mismo problema que decimos denunciar. Por supuesto que hay que señalar el engaño, sobre todo si proviene de quienes gestionan lo público y deben ser ejemplo de honestidad. El problema es que mienten y son unos cínicos. Pero no caigamos en la trampa de pensar que lo reprobable es no tener títulos. La sociedad puede haber enloquecido hasta pedir títulos para todo, como si eso garantizara algo, pero eso no convierte en aceptable jugar a ese juego. Es necesario que ciertas profesiones –como la medicina o la ingeniería– exijan conocimientos técnicos probados, porque de ellos depende nuestra salud o la seguridad de las infraestructuras. Pero en política, que trata sobre cómo nos organizamos colectivamente, la acumulación de títulos formales tiene una relevancia mucho menor. Más aún cuando el acceso a la educación está condicionado, y cada vez más, por la posición económica y el capital económico acumulado, lo que funciona como una barrera de clase. Lo verdaderamente importante en política no es el tamaño del currículum, sino la capacidad crítica. Y esa, por mucho que se infle un currículum, no se puede simular. Probablemente Gramsci pensaba más en personas como Marcelino Camacho o Cayo Lara, líderes obreros y honestos con enorme capacidad de análisis, que han dedicado su vida a leer, pensar y organizar, que en los muchos analfabetos funcionales que hoy circulan con currículums deslumbrantes y que, sin embargo, no han desarrollado defensas frente a la manipulación o la corrupción. En definitiva, frente a la inflación de títulos, necesitamos otra escala de valores. Una que no mida el mérito por la acumulación de diplomas, sino por la honestidad intelectual, el compromiso con lo colectivo y la voluntad de comprender el mundo para transformarlo. Porque una democracia no se fortalece con tecnócratas titulados, sino con ciudadanos críticos.

Comentarios

Opiniones