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Acabo de cumplir treinta y todo es un desastre

Acabo de cumplir treinta y todo es un desastre
La indecisión sobre el futuro empieza a pesarme más que la precariedad, que ya es decir. Empiezas a echar de menos preguntarte el cómo cuando aparecen el qué, el quién y el dónde; no quiero saber nada del por qué ni mucho menos del para qué, esas cuestiones son para Dios y para los filósofos Acabo de cumplir treinta años y estoy apilando crisis existenciales como si fueran palés. Decía San Agustín sobre el tiempo que, si nadie le pregunta, tiene claro lo que es. Ahora que, si le preguntas, no tiene ni la más remota idea de qué decir al respecto. Acabo de cumplir treinta años y he descubierto que me pasa con casi todo lo que a San Agustín: que más allá de los límites de mi fuero interno todo me resulta tan inexplicable que lo sorprendente es que me haya acabado dedicando a escribir. Yo del tiempo no sé casi nada; sé que un segundo equivale exactamente a 9.192.631.770 oscilaciones de la radiación emitida por un átomo de cesio-133 cuando cambia de un nivel energético específico a otro. Algo arbitrario, y tanto es así que un minuto pasa cuando esto ocurre sesenta veces seguidas, y así de mágico resulta que ni siquiera hace falta un átomo de cesio cerca para que el tiempo transcurra. Pero para qué ser precisos cuando se puede divagar. Podemos hablar de épocas y momentos porque no suelen hacer falta relojes en las grandes ocasiones. No hay radiación suficiente en un átomo para medir lo que dura el instante en que miras a alguien y por primera vez el mundo parece otra cosa. No existe una forma empírica de rebatir que en el suspiro que dura un encuentro al sol bajo una marquesina sea más largo que una década de triste normalidad. Porque qué átomo te sacas del bolsillo para medir el periquete que te cambia la vida. Seguramente porque por cada momento que lo cambia todo hay miles que no cambian nada. Y todo se acaba reduciendo, si no llevas cuidado, a un stock ilimitado de cosas que jamás ocurren. Supongo que esto es otro intento desesperado de desviar la atención, dejar de cuantificarlo todo y alejarnos del hecho de que tengo treinta años y hago toda mi vida en una balda del frigorífico de casa. La indecisión sobre el futuro empieza a pesarme más que la precariedad, que ya es decir. Empiezas a echar de menos preguntarte el cómo cuando aparecen el qué, el quién y el dónde; no quiero saber nada del porqué ni mucho menos del para qué, esas cuestiones son para Dios y para los filósofos y no pretendo ni ser lo primero ni parecerme a lo segundo. Puedo permitirme vivir solo y pobre o acompañado y hasta las narices: este año he duplicado mi nivel de renta. Además, mi abuela se ha referido a mis treinta como mis primeros treinta y tengo la impresión de que he vivido los diez últimos años como si acabara todo en este. En cualquier caso he aprendido muchas cosas. No por decisión propia la mayoría, pero sí porque el tiempo lo permite. La experiencia es lo único que parece avanzar cuando todo lo demás se detiene. Aprender es un verbo muy ligado al tiempo. Requiere por su propia naturaleza del futuro para tener sentido; uno aprende para tener otra oportunidad de hacerlo mejor la próxima vez. Nadie vuelve a casa con la lección aprendida si sabe que no habrá un mañana para ponerla en práctica. Yo mismo he aprendido lo despacio que puede llegar a ir la vida cuando te puedes permitir vivirla; así que quizá la cuestión de fondo sea un sistema que capitaliza el tiempo para asfixiarnos. Relatividad y marxismo como dos formas de constatar lo mismo: que el tiempo ha dejado de ser nuestro. Pese a todo, me considero un privilegiado. Qué poca gente puede decir que ha entrado a los treinta exactamente como deseaba hacerlo a los veinte. Aquí viene otra lección aprendida esta década: a veces el universo te maldice concediéndote deseos. Una fantasía que se cumple sin letra pequeña no es una fantasía, es un sueño. Idealicé mi futuro a los veinte y casi que lo sentencié sin querer, sin pararme a pensar ni por un instante que yo a los veinte era un completo imbécil. Y todo el mundo sabe que si el que la caga es el arquitecto, poco se puede hacer. Porque soy un privilegiado en forma, no en fondo; soy la persona que creía que quería ser y ahora, por alguna razón, solo puedo ser yo cuando mi otro yo me deja serlo. Pero dice mi abuela que hay otros treinta y por puro respeto a su autoridad, tengo que creerla a pies juntillas. También me ha dicho que ya sé muy bien de qué trata la vida y yo no hacía más que repetirme mis lecciones aprendidas. Que el cuerpo envejece de forma desordenada, que jamás hay que decir te quiero sin haberlo demostrado antes, que podrían entenderse tantas cosas si pudiéramos ver la cara del otro cuando lo abrazamos, que se puede no soportar a alguien y quererlo; que se puede soportar a alguien y no quererlo. También he aprendido que el mundo se ha convertido en un escaparate de gente triste fingiendo que no lo está. He aprendido a decir, como Pancho Céspedes, que si te vas a marchar te lleves antes mi cuerpo. Que el deseo, cuando se vuelve estable, pierde su brillo. Que besar con ternura no garantiza nada. Que follar no arregla nada. Que la esperanza solo es un malentendido confortable. He aprendido que el dinero no da la felicidad, pero que sin él solo te queda rezar para que no te la quiten. Acabo de cumplir treinta años y he aprendido que hay gente que se va sin decir adiós y lo repite cada día con su ausencia. Acabo de cumplir treinta años y no sé si son pocos, pero sé que son míos.

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