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La fatiga del escándalo: cuando el grito ya no hace ruido

La fatiga del escándalo: cuando el grito ya no hace ruido
El principal problema de Feijóo no está en Moncloa, sino en el ecosistema mediático que condiciona su tono, sus gestos y sus silencios. La crítica legítima se ha visto suplantada por una caricatura, y lo que comenzó como un relato alternativo se ha transformado en una performance sin pausa En España ya no hay escándalos. O, mejor dicho: ya no hay escándalos que escandalicen. Vivimos en una fase avanzada de lo que podríamos llamar la fatiga del escándalo, una forma de agotamiento cívico ante la sobreexposición al ruido político, mediático y emocional. No es una teoría abstracta, sino un fenómeno observable en cualquier conversación cotidiana, en la reacción de la ciudadanía, o más bien en su creciente no-reacción. Lo que hace apenas unos años habría bastado para abrir telediarios durante días y provocar dimisiones inmediatas, hoy se consume en cuestión de horas y se olvida antes del siguiente trending topic. Porque cuando todo se convierte en motivo de alarma, nada logra realmente alarmar. La fatiga del escándalo opera como un proceso de desensibilización social. Cuando la opinión pública vive instalada en una tormenta constante de titulares hiperbólicos, filtraciones selectivas y tertulias encendidas, la capacidad de asombro se erosiona. La indignación deja de doler. Se vuelve ruido de fondo. Y el ruido, cuando es permanente, se convierte en silencio. Paradójicamente, ese exceso emocional, en lugar de desgastar al poder, lo protege. Pedro Sánchez no sobrevive a pesar de los escándalos, como suele repetirse. Sobrevive, en gran parte, gracias a ellos. Porque cuando cada portada es una bomba y cada semana parece la definitiva, el ciudadano medio activa un mecanismo de defensa: se desconecta. Apaga. Mira hacia otro lado. No es que no le importe la política. Es que le importa demasiado como para soportarla en modo histeria 24/7. Y es entonces cuando la repetición deja de ser eficaz. La estrategia del sobresalto permanente pierde su efecto. Es el mismo principio que explica por qué tantas series mediocres se pierden en el catálogo de Netflix: por intentar meter en cada capítulo una traición, un giro, un asesinato… acaban perdiendo la credibilidad del espectador. Todo parece importante, hasta que nada lo es. Todo grita, hasta que nada se escucha. El caso es especialmente grave en España porque la oposición política ha cedido su estrategia de fondo a su versión mediática más radicalizada. El principal problema de Feijóo no está en Moncloa, sino en el ecosistema mediático que condiciona su tono, sus gestos y sus silencios. La crítica legítima se ha visto suplantada por una caricatura, y lo que comenzó como un relato alternativo se ha transformado en una performance sin pausa. La estrategia “venezolana”, basada en comparar al Gobierno con el chavismo, y a Pedro Sánchez en un Maduro menos bronceado, lleva años probándose sin efecto. Exactamente igual que le pasa a la oposición de dicho país. En lugar de socavar la legitimidad del Gobierno, solo refuerza el relato de que existe una derecha mediática más interesada en incendiar que en convencer. La sobreactuación informativa se ha convertido en un boomerang: solo les hace daño a ellos. El día en que hay algo realmente grave, nadie escucha. El grito ha perdido su eco. A eso hay que añadirle un factor interno. Feijóo ha quedado atrapado entre dos presiones: por un lado, la necesidad de proyectarse como alternativa seria de Gobierno. Por otro, la demanda constante de los suyos —y de los medios afines— para endurecer el discurso hasta niveles casi caricaturescos. Hay días en que parece que lo único que les bastaría para convencerles de su firmeza es entrar al Congreso como hizo Tejero, pero en HD. No es una exageración retórica. Es un síntoma del deterioro del espacio de diálogo político. La oposición se ha convertido en un algoritmo que mide fuerza en gritos, no en ideas. Y cuando una democracia se instala en la lógica del todo escándalo, acaba volviéndose incapaz de distinguir lo que realmente importa. No se trata de minimizar la crítica, ni de blanquear errores ni responsabilidades. Al contrario: se trata de tomarse en serio lo que merece ser tomado en serio. Y para eso, necesitamos algo más que fuegos artificiales y dramatismo prefabricado. Menos espectáculo. Más verdad.

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