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La realidad de al lado

La realidad de al lado
Lo que ocurre es que nos estamos acostumbrando —a la fuerza— a vivir en realidades paralelas donde cada noticia se convierte en un ladrillo que cimienta una cosmovisión. Hasta el punto de que llevamos cada vez más historias distintas en la cabeza El libro que no me canso de recomendar este año se llama “El día que inventamos la realidad”. Su autor, Javier Argüello, explica cómo los seres humanos no tenemos una manera directa de acceder al mundo que nos rodea: lo que comprendemos está limitado por lo que podemos percibir con los sentidos y mediado por lo que puede procesar nuestro cerebro. Como la “realidad” —lo que quiera que sea— es mucho más compleja, más profunda y más contradictoria que todo eso, para navegar este mundo que no podemos comprender lo que hacemos es contar historias. La narración es la manera en la que el cerebro humano interpreta y procesa. Crear ficciones es nuestra forma de dotar de orden a un universo que, de otra manera, sería incomprensible. “¿Cómo sabemos si algo es realidad o ficción?”, se pregunta Argüello. “Si tiene sentido, es que es ficción, porque la realidad no tiene sentido”. Durante la mayor parte de nuestra existencia, los grupos sociales eran tan pequeños, la experiencia de la vida tan estrechamente compartida, que seguramente no existían muchas variaciones posibles sobre esa ficción que daba sentido a la realidad: dentro de cada comunidad todo el mundo veía el mundo de una manera muy parecida. Pero a medida que las sociedades se fueron volviendo más complejas, se hizo necesario consolidar una narración que diera un sentido compartido a la existencia. Así fue cómo la posibilidad de contar esa historia se fue volviendo un oligopolio: de los chamanes y de los sacerdotes, primero; de los historiadores y de los filósofos, después, y más tarde de los dueños de las imprentas o de los canales de televisión. Hubo, incluso, un tiempo antiguo en el que la realidad la dictaban los poetas. Cuando centenares de miles de personas comenzaron a vivir y pensar juntas en las ciudades, construir una única realidad para el consumo de masas se volvió una tarea central para la existencia misma de las sociedades: no había nación posible sin que todas las personas compartieran la misma visión del mundo. Por eso fuimos encontrando distintos engranajes para crear una realidad compartida entre millones de personas. La ciencia se convirtió en un mecanismo para alcanzar consensos mediante un método replicable y verificable. La democracia ofreció otra vía: reconciliar versiones divergentes del mundo a través del recuento —cuántos ven la realidad de un modo y cuántos de otro— y convertir esa mayoría en decisión colectiva. El periodismo, al igual que la justicia, se instituyó en una forma de depositar nuestra confianza en un conjunto de reglas compartidas: procedimientos diseñados para establecer qué es verdad, qué es real. Por eso en las facultades de periodismo, cuando yo estudié, había una asignatura donde se enseñaba a construir la realidad. Se llamaba “Agenda Setting” (“Configuración de la agenda”) y explicaba cómo los editores de los periódicos, que eran unas de las personas más poderosas de cada país, tomaban decisiones sobre los temas que iban a ocupar la actualidad: los asuntos que iban a ir en la portada y los que se iban a enterrar en las páginas de sociedad y de sucesos. Los periodistas de los matinales de las televisiones y de las radios, cuando abrían a la mañana, hablaban de lo que hubiera en la portada del periódico ese día. Y los del mediodía, de lo que hubieran hablado en la mañana. Así, la realidad iba convergiendo desde unos despachos —muy cercanos al poder—, hasta la gente que ponía la radio en el coche o el telediario a la hora de cenar. Esos temas compartidos eran los que luego se discutían en el bar a la hora del café. Uno podía tener la opinión que quisiera, a condición de que fuera siempre sobre los mismos temas. “La prensa puede no tener mucho éxito a la hora de decirle a la gente qué pensar”, explicaba Bernard Cohen, “pero es increíblemente eficaz a la hora de decirle sobre qué pensar.” En los últimos 25 años ese oligopolio sobre la construcción de la realidad se ha derrumbado. La multiplicación de las pantallas y de las redes ha dado lugar a una sociedad inédita donde las personas, aunque viven juntas, no ven la realidad de la misma manera. Una parte de este fenómeno tiene que ver con el devenir de la humanidad y permite vislumbrar un mundo más democrático, donde ya no sea el poder el que nos diga sobre qué tenemos que pensar. Pero en ese devenir se están colando algunos elementos que están hoy en una estrategia premeditada por crear realidades distintas y enfrentadas: burbujas desde las que no nos entendamos los unos a los otros. Hoy, las agendas no sólo no convergen, sino que divergen intencionalmente En estos días, en la realidad de al lado, se está liando parda con el caso de una supuesta “fontanera del PSOE” que habría intentado intercambiar información por tratos de favor para algunos imputados en los juzgados. La historia es tan esperpéntica para cualquier ser humano que no viva en ese mundo paralelo donde el gobierno es poco menos que un grupo del crimen organizado, que hizo falta un boletín del director de este medio para que muchas personas —yo, entre ellas— entendiéramos mínimamente lo que estaba ocurriendo. Resultaría balsámico poder despachar este asunto como un problema de izquierdas y derechas. Pero ocurre que, al mismo tiempo, en otra realidad paralela, se revelaba un supuesto intento de poner una bomba lapa bajo el coche del presidente del Gobierno dirigido por un capitán de la UCO a las órdenes de Ayuso. Igual que ocurría con la historia de la fontanera, solo quien vive en aquella realidad y está predispuesto a creer que la policía es un cuerpo mafioso puede llegar, siquiera, a leer esa noticia sin que le produzca una disonancia insoportable: la sensación de estar ante un disparate, de no entender absolutamente nada. Lo que ocurre es que nos estamos acostumbrando —a la fuerza— a vivir en realidades paralelas donde cada noticia se convierte en un ladrillo que cimienta una cosmovisión. Hasta el punto de que llevamos cada vez más historias distintas en la cabeza. Por eso se está volviendo imposible hablar de política en torno al office de la oficina y en la comida de los domingos. No porque no estemos de acuerdo, sino porque no sabemos de qué demonios está hablando la otra persona. La solución pasa, no les quepa duda, por poner en valor el esfuerzo que conlleva hacer una historia de la realidad sobre hechos comprobables y compartidos: por reforzar el compromiso de la sociedad con el periodismo y con la calidad de la información. Pero sospecho que no será suficiente. Quizás ha llegado el momento de que los medios creen secciones dedicadas a explorar otras realidades informativas, como si fueran corresponsalías extranjeras. Una especie de “Españoles por el mundo”, pero de las narrativas paralelas. O mejor aún: podríamos inventar un programa Erasmus para realidades. Que nuestros medios de referencia nos envíen seis meses a habitar la cosmovisión contraria, para que al volver podamos contar cómo piensan, cómo resuelven sus problemas, cómo educan a sus hijos y lo que comen allí: para entender su idioma. Y es que, en los años por venir, vamos a tener que convivir con realidades distintas igual que convivimos con otros países. Y tendremos que aprender a distinguir qué compromisos sostiene cada una: con la justicia, con la democracia, con la convivencia… o con todo lo contrario. Mientras todo esto ocurre, no dejen de leer a Javier Arguello.

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