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Entre el pasado y el futuro

No podemos aceptar que estamos fatalmente condenados a una herencia de odios y rencores, de luchas fratricidas, de guerras cainitas. No debería servirnos de consuelo el aforismo de que la historia suele acontecer dos veces, la primera como tragedia, y la segunda como farsa Escribe Jaume Asens, en su reciente libro 'Los años irrecuperables', que “las fuerzas del pasado y del futuro son dos adversarios de un campo de batalla donde nos ponemos en juego, cuenta una parábola de Kafka citada por Hannah Arendt. El ser humano lucha contra dos enemigos. El primero le acosa por detrás, desde los orígenes. El segundo le cierra el camino por delante (…) Es una metáfora que describe nuestra situación actual”. Cuando leí estas líneas, un relámpago de la memoria me llevó a una conversación que tuve con Manuel Azcárate, en el Madrid de los primeros años ochenta del siglo pasado. Militante comunista desde su adolescencia, dirigente del PC, Azcárate narró su larga trayectoria política en un libro de memorias, 'Derrotas y esperanzas', donde hay detalles que revelan su calidad: cuando, en junio de 1941, Jesús Monzón y Carmen de Pedro le encomendaron pasar a la Francia ocupada por los nazis para organizar la resistencia de su partido, confiesa Azcárate que su reacción inmediata fue “de orgullo desbordante, como si de pronto me ofreciesen ser ministro”. En aquellos días de mi conversación con él, que no era ministro, ni diputado, sino que rehacía su vida en España después de décadas de exilio, yo estaba leyendo 'Entre el pasado y el futuro', el libro de Arendt que contiene el fragmento que Asens comenta en su libro. Recuerdo que, no sé por qué motivo, le mencioné a Azcárate esta metáfora de Kafka. “Es curiosamente optimista, viniendo de quién viene”, me comentó sonriendo; y añadió: “Sobre el pasado, Marx no lo era tanto. Decía que a veces 'el muerto atrapa al vivo'”. En cuanto te descuidas, me vino a decir, los muertos te pueden agarrar por los tobillos, impedir que avances, arrastrarte, hacerte caer. Desde aquella conversación, esa imagen de Marx me ha bailado en ocasiones por la cabeza, sin que nunca pudiera encontrar su cita exacta. Ahora la IA, que puede resolver en un santiamén este tipo de incógnitas, me informa (y lo compruebo) de que este fragmento se halla en el prólogo del libro I de 'El capital', y dice lo siguiente: “Junto a las miserias modernas, nos agobia toda una serie de miserias heredadas (…), con todo su séquito de relaciones políticas y sociales anacrónicas. No solo nos atormentan los vivos, sino también los muertos. Le mort saisit le vif!”. La imagen de Marx era cementerial, pero solo metafóricamente. En realidad, “le mort saisit le vif” es una máxima de la jurisprudencia medieval francesa que subraya el carácter instantáneo de la herencia: al morir una persona, sus herederos adquieren de inmediato los derechos sobre sus bienes, sin pausas intermedias. Ahora, cuando la democracia española parece vivir una “crisis de los cuarenta”, y la saliva guerracivilista inunda el debate político, no parece inoportuno recordar que somos herederos de un pasado que puede regresar y que, a juzgar por lo que anuncian algunos, tiene ganas de regresar. “A la larga, la dictadura fue mejor que la II República”, leo que ha dicho Esperanza Aguirre, predecesora de Isabel Díaz Ayuso y manifestante ocasional en la calle Ferraz. Sobre todo matando, le faltó añadir. Hace ya tiempo que en España la doble derecha puso de nuevo en marcha el motor del odio. Se trata de agudizar todos los posibles focos de ira y resentimiento, de fobias ideológicas, políticas, identitarias. Ahora han pisado el acelerador. Conviene, en estas circunstancias hacer una distinción. Una cosa son los insultos, que quedan en las hemerotecas, en la memoria de Internet, o en el Diario de Sesiones del Congreso. Cuando presidía el PP, Pablo Casado (“un gran presidente, sin tutelas ni tutías”, “un líder como un castillo”, dijo de él Aznar) llamó a Pedro Sánchez “incapaz”, “mentiroso compulsivo”, “mediocre”, “incompetente”, “okupa”, “catástrofe”, “traidor ilegítimo”, “irresponsable”, “desleal”, “felón” y otras lindezas. Ante eso, no hay mucho que hacer. Hay que fastidiarse y resignarse, sabiendo que quien insulta se retrata. Pero otra cosa bien distinta son los intentos de abandonar las normas de la democracia, de desencadenar tensión institucional a ultranza, de promover el caos político, en una alucinante huida de retorno al pasado. Ante esto, no cabe la resignación ni la resistencia pasiva. Ante esto, el que puede hablar, debe hablar; el que puede hacer, debe hacer. No podemos aceptar que estamos fatalmente condenados a una herencia de odios y rencores, de luchas fratricidas, de guerras cainitas. No debería servirnos de consuelo el aforismo de que la historia suele acontecer dos veces, la primera como tragedia, y la segunda como farsa. Es mejor no fiarse. Es mejor saber que somos herederos del futuro.

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