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El Areópago judicial y la cruzada reaccionaria

Entiendo a quienes recomiendan que el fiscal general debe dimitir. Pero no lo puedo compartir. De hecho, estoy radicalmente en contra. Lo que está viviendo el fiscal general es una cacería política, otra más en el marco de esta ofensiva para desgastar al gobierno progresistaEl brazo armado de la judicatura Durante siglos, el miedo a que los pobres gobiernen ha sido uno de los grandes motores de la historia política. En la Atenas del siglo VI a.n.e., ese miedo tomaba la forma de un consejo vitalicio de aristócratas: el Areópago. Presentados como sabios y guardianes del orden, sus miembros eran en realidad los más ricos de la ciudad, y controlaban leyes, castigos y privilegios en nombre de una supuesta sabiduría divina. Las reformas democráticas que vinieron después con Solón y Clístenes no buscaron acabar con ese poder, sino moderarlo. Un paso más radical lo dieron dirigentes como Efialtes y Pericles, quienes ampliaron el carácter del ‘demos’ –sin alcanzar nunca a las mujeres ni a los esclavos– y potenciaron los poderes de las asambleas ciudadanas al tiempo que suprimieron las funciones del Areópago. Ante este avance del poder de los pobres (que es la definición clásica de democracia), filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles se mostraron radicalmente en contra. Para estos, la condición de existencia de una buena administración era que el poder de las masas estuviera limitado y, en todo caso, fuera corregido por los sectores más sabios -ricos- de la ciudad. Aunque el Areópago desapareció como institución formal, su lógica perduró bajo nuevas formas. El Senado romano, los consejos de notables en las ciudades renacentistas o las cámaras altas de las democracias modernas fueron, en buena medida, herederos de aquella función: frenar los impulsos populares y asegurar el control de las élites. La etimología del Senado no deja lugar a dudas: procede del latín senex, viejo, de donde derivan también palabras como “senil”. En Italia, por ejemplo, todavía hoy hay que tener más de 40 años para ser senador –aunque, por suerte, ya no se exige ser rico–. Durante siglos, el Senado ha sido en distintas formas una cámara de contrapeso frente a las asambleas populares, un espacio de vigilancia institucional sobre la voluntad democrática. En España, esa herencia se evidenció en la Transición: en las elecciones de 1977, el rey pudo nombrar directamente a 41 senadores, reafirmando así una tradición de tutela oligárquica sobre el poder popular. Actualmente, el Senado español es una institución ya plenamente democrática. Sin embargo, sigue existiendo mucha gente que clama por resortes que impidan las desviaciones insensatas de la nación. Para estas personas, ¿quién tiene asignada la función de guía y corrección de los excesos democráticos? A tenor de los acontecimientos de los últimos años esa función ha sido autoasignada por parte de un segmento importante del poder judicial. Y no son pocas las similitudes con la vieja institución del Areópago. Mucho se ha escrito sobre el sesgo conservador de los jueces, y sobre las barreras que impiden a las clases populares acceder a los altos órganos judiciales. Pero hay otra dimensión del problema que suele pasar desapercibida: la diferencia entre independencia e imparcialidad. La ley garantiza que los jueces no reciban órdenes, de modo que son independientes. Pero eso no los hace inmunes a los valores dominantes, a las ideologías, ni al lugar social desde el que observan el mundo. También a las influencias que derivan del código postal, ya que los altos magistrados suelen concentrarse en los barrios acomodados de las ciudades donde trabajan. Y, teniendo en cuenta que los principales tribunales de España –Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional y Audiencia Nacional– están ubicados en Madrid, esto no es baladí para la concepción del mundo que desarrollan ni para las redes político-sociales que despliegan. Tal y como he apuntado otras veces, el bloque reaccionario (que va más allá de los partidos políticos de derecha y alcanza a los medios conservadores y a segmentos de las fuerzas y cuerpos de seguridad y del poder judicial) está asumiendo, actualizando y extendiendo una vieja narrativa según la cual la izquierda social-comunista está destruyendo España. La semana pasada subrayé que ese espíritu de cruzada permite diluir las contradicciones e inconsistencias dentro de ese bloque, siendo la caída del Gobierno progresista la causa mayor que articula a los reaccionarios. La retórica que acompaña a dicha narrativa es propia de un movimiento de desafío o incluso insurrección institucional. Aznar pidió que “el que pueda hacer, que haga” y Feijóo afirmó el pasado domingo que “España necesita una revolución”. Se trata de una escalada dialéctica en la que llevan implicados varios años y que ya ha tenido consecuencias en el debate público y en el orden político, incluyendo amenazas de muerte a representantes de izquierda. En este contexto, el Areópago judicial cree firmemente que tiene funciones de guía y corrección de la sociedad, sobre todo cuando esta descarrila por el lado izquierdo. Y hay partes importantes de ese poder judicial que no están nada contentas con el hecho de que haya un gobierno progresista con una agenda que, entre otras cosas incluye abordar el “conflicto con Cataluña” de manera políticamente civilizada. La ley de amnistía fue un punto de inflexión, no solo para la extrema derecha sino también para este Areópago judicial. Eso explica que al anunciarse en 2023 que se presentaría una ley de amnistía, las asociaciones de jueces salieran a manifestarse en contra. No se ha dicho lo suficiente: entonces solo se conocía el acuerdo y no el texto completo y los prejuicios ideológicos fueron suficientes para condenar de antemano una ley que no conocían. El fondo es claro: en aquel acuerdo se apuntaba a una tarea del legislador que a ellos no les gustaba, y que algunos sectores incluso consideraban una traición a la patria, de manera que tenían que pronunciarse y manifestarse como Areópago que eran. En realidad, los jueces nunca deberían haberse manifestado públicamente sobre estas funciones que son responsabilidad de otras instituciones, como bien recordó Argelia Queralt, vocal del CGPJ. Ella criticaba que entre los jueces “había intereses partidistas y fomentados por determinados sectores de la sociedad, que han sido poco cuidadosos con la independencia e imparcialidad de los jueces”. Sin embargo, la noticia fue que parte del Tribunal Supremo y del CGPJ se sintieron ofendidos con estas declaraciones. El último capítulo de esta ofensiva reaccionaria afecta al fiscal general, ahora al borde del banquillo. Entiendo a quienes recomiendan que el fiscal general debe dimitir por este hecho. Lo entiendo, pero no lo puedo compartir. De hecho, estoy radicalmente en contra. Lo que está viviendo el fiscal general es una cacería política, otra más en el marco de esta ofensiva para desgastar al gobierno progresista. Pocas veces ha sido tan evidente como en este caso: un fiscal que sale al paso de las fake news difundidas por los medios reaccionarios y que acaba siendo enjuiciado antes que el propio delincuente confeso, que para colmo es el novio de la jefa mayor de la ofensiva reaccionaria. Blanco y en botella, salvo para quienes se agarran a cualquier cosa que pueda desgastar al gobierno y para quienes utilizan su privilegiada posición de jueces para contribuir a la causa. Seamos claros: hay jueces que hace tiempo dejaron de buscar la imparcialidad. Ya no ejercen como garantes de un orden legal, sino como soldados de una cruzada contra el “enemigo interno”. Comparten el relato de los reaccionarios, y están dispuestos a vulnerar los principios democráticos más elementales si eso fortalece su causa. Ese es, hoy, uno de los problemas más graves del Estado español: un sector del poder judicial que se ha emancipado de toda lógica democrática y que actúa como última trinchera de una visión esencialista y ultraconservadora del país. Frente a esa deriva, no sirven las dimisiones preventivas o los gestos conciliadores. Tampoco basta resignarse a la neutralidad institucional como fetiche; una neutralidad que parece que solo vale para la izquierda, pero nunca para la derecha. Lo que se necesita es una contraofensiva política, legislativa y cultural que restituya la legitimidad del poder popular y ponga fin al privilegio de aquellas personas que se sienten miembros de un nuevo Areópago, supuestos sabios que creen estar preservando con sus acciones su idea (retrógrada) de España. El del fiscal general es un capítulo más de extralimitaciones, de abusos y de un concierto ideológico entre medios, políticos y jueces reaccionarios que está socavando el Estado de derecho en nuestro país. Por todo ello, toca resistir.

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