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El alquiler es el nuevo diésel

El alquiler, que en su día pareció una actividad inocua y compatible con una sociedad justa y de oportunidades, ha resultado ser un veneno social. Como ocurrió con el diésel, estamos empezando a darnos cuenta de que emite otros compuestos tóxicos Era 1896 y Svante Arrhenius estaba triste. Su reciente divorcio le había llevado a perder no solo a su mujer, sino también la custodia de su único hijo. Incapaz de concentrarse en su trabajo, este físico sueco había encontrado distracción en una serie de cálculos en los que se sumergió durante meses y meses de tediosas mediciones. Hacía algunas décadas que se sabía que algunos gases, como el CO2, son opacos a la radiación infrarroja. Por esa razón bloquean el calor que irradia la Tierra cuando intenta escapar de la atmósfera y provocan un efecto invernadero. Si la concentración de esos gases cambiaba, la temperatura del planeta cambiaría también. Lo que intentaba calcular Arrhenius era cuánto. — “Si la cantidad [de gas] en el aire se redujera a la mitad de su porcentaje actual, la temperatura descendería unos 4 °C. Por otro lado, duplicar el porcentaje de dióxido de carbono en el aire elevaría la temperatura de la superficie terrestre en 4 °C; y si el dióxido de carbono se cuadruplicara, la temperatura aumentaría en 8 °C.”. Nos llevó 100 años, la multiplicación de las emisiones y una segunda revolución industrial, pero en 1997 el mundo empezó a escuchar lo que Arrhenius y muchos otros científicos habían anticipado: la actividad humana puede modificar la atmósfera del planeta hasta el punto de amenazar nuestra propia supervivencia. Así fue como aquél año 192 países firmaron el Protocolo de Kyoto, la piedra angular del primer compromiso global para paralizar y revertir esa pulsión suicida. Un año después, una recién nacida Unión Europea firmaba con la asociación de fabricantes de automóviles otro acuerdo para reducir las emisiones de CO2 y apostaba por una tecnología que parecía ofrecer una solución milagrosa: los coches diésel, que emitían menos CO2 que los de gasolina, serían el aliado perfecto en la lucha contra el cambio climático. Así fue como Europa se entregó al diésel, que pasó de representar el 10%, al 60% de las nuevas matriculaciones empujado por una inmensa batería de ventajas fiscales, subvenciones y mensajes desde el ámbito político. Se vendieron 45 millones de nuevos coches. Pero los motores diésel tenían un coste oculto: liberaban óxidos de nitrógeno (NOX), unos gases tóxicos que producen enfermedades respiratorias. En los años siguientes la calidad del aire en las ciudades empeoró drásticamente y lo que se vendía como una alternativa ecológica se convirtió en un problema de salud pública. Cuando estalló el escándalo del Dieselgate, en 2015, se reveló otra cosa aún más grave: la industria del automóvil llevaba décadas manipulando los coches para hacernos creer que las emisiones eran mucho menores que las reales. La promesa del “diésel limpio” había sido una gran mentira. Hubo que recalcular a toda velocidad. Desde entonces, las ciudades europeas libran una batalla sin cuartel contra estos motores que han causado la muerte prematura de 125.000 personas y 760.000 millones de euros en gasto sanitario. Por eso todas las grandes ciudades europeas, como Madrid, Barcelona, Londres, París o Berlín están restringiendo el tráfico: intentan evitar que nos sigamos envenenando. Todo esto que ocurrió con el diésel está pasando hoy con el alquiler. Hace algunas décadas parecía una buena idea que la clase media invirtiera sus ahorros en una segunda vivienda con la que complementar su pensión. Pero ese planteamiento se hizo cuando la vivienda era barata y el alquiler era una práctica residual, una cosa que hacían los jóvenes durante un par de años mientras decidían qué hacer con su vida. Igual que el dióxido de nitrógeno, en pequeñas concentraciones, el alquiler no representaba un problema de salud pública. Pero ¿cuántos jóvenes pagando alquiler son necesarios para que toda la clase media pueda tener esos ingresos? Para que en España haya 3 millones de “pequeños rentistas”, tiene que haber 3 millones de familias pagando alquiler toda la vida. Y estamos llegando a nuestro particular “Dieselgate”. La semana pasada la asociación de rentistas de Catalunya sacó a su presidenta, Nuria Garrido, a la palestra. “Alquilar pisos”, decía esta señora, “es un incordio”, porque uno tiene que cambiar la caldera cuando se estropea y no le queda más remedio que enterarse si a su inquilino le ocurre algo, como que “se le muera la pareja”. Y se la veía visiblemente afectada a la señora Garrido por todos estos inconvenientes con los que tiene que convivir. Si los inquilinos no se dan cuenta del esfuerzo que hacen los caseros es, en su opinión, “porque les tienen envidia”. Sería muy fácil hacer un hombre de paja de sus declaraciones, pero sería también muy injusto. Como ocurrió con los compradores de coches diésel, muchos caseros son personas que no compraron para especular, sino porque en aquel momento parecía lo correcto y lo mejor para todos. La vida les llevó a tener dos pisos y han decidido alquilar uno porque, como todos los demás, están preocupados por su seguridad económica, por su pensión, por sus hijos, por los imponderables que puedan llegar en el futuro. Todos tenemos muchos familiares y amigos que alquilan un piso en estas condiciones. Pero hay una revelación en la aplastante honestidad de Nuria Garrido que sí es válida para todos los caseros, y es que el alquiler de viviendas es una actividad que se puede ejercer por personas que no tienen ninguna capacidad emprendedora, que viven como un esfuerzo terrible tener que hacer un arreglo en un piso de vez en cuando. Son, en el mejor de los sentidos, personas normales, que viven su vida: ni son empresarios, ni innovadores, ni tampoco abuelitas paupérrimas complementando su pensión. Su tarea como propietarios se limita, como bien indica esta señora, a “cambiar la caldera” cuando se estropea —en el mejor de los casos. Cuando una actividad que no requiere habilidades especiales ni aporta innovación alguna alcanza la rentabilidad del alquiler —por encima del 15% anual, sumando ingresos y revalorización—, lo que genera es un mundo en el que ya nadie se dedica a nada más y las empresas se quedan sin inversores. Así es como el rentismo hoy se está llevando por delante la economía: por la vía de detraer recursos que podrían volcarse en que hubiera más y mejores puestos de trabajo, estimulando el consumo de bienes y servicios. En su lugar, nos deja un país de trabajadores ahogados para pagar la vivienda y empresarios asfixiados para costear el local. El alquiler, que en su día pareció una actividad inocua y compatible con una sociedad justa y de oportunidades, ha resultado ser un veneno social. Como ocurrió con el diésel, estamos empezando a darnos cuenta de que emite otros compuestos tóxicos, invisibles, pero incompatibles con la sociedad que queremos construir. Reconocer que muchas personas tomaron la decisión de invertir en vivienda y alquilarla con la mejor de las intenciones, siguiendo los mensajes que se repetían desde todos los púlpitos, no puede ser excusa para no actuar. El momento de desactivar este modelo es ahora.

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