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El precio de “recuperar España”

El precio de “recuperar España”
Cuando el fin justifica cualquier medio, lo que se construye no es una alternativa política, sino un camino hacia el autoritarismo. El verdadero "gate" de nuestro tiempo no es un escándalo puntual, sino una puerta abierta al retorno de la barbarie disfrazada de patriotismo Cuando se transitaba la última parte del siglo XV, los reinos cristianos se encontraban todavía en plena conquista del territorio musulmán y de sus riquezas, tanto en la península como en África. Con afán de fortalecer aquella empresa, que era tan religiosa como pecuniaria, los reinos cristianos recurrieron a las indulgencias contenidas en las bulas papales. Desde las primeras cruzadas, el Papado otorgaba indulgencias con las que concedía el perdón espiritual a todos aquellos que estuvieran dispuestos a luchar contra los infieles en Tierra Santa. Para el caso peninsular, consta en el registro histórico la existencia de bulas papales que concedían al cruzado la absolución incluso frente a sentencias de asesinato. Era una forma de acumular fuerzas militares, pero también de indicar que había una causa mayor en la que se desvanecían los delitos menores. Este ha sido un recurso constante, aunque cambiante en sus formas específicas, a lo largo de la historia de la humanidad (y en particular durante sus guerras). Sin ir más lejos, el golpe de Estado contra la II República en España fue racionalizado por la jerarquía de la Iglesia Católica como una cruzada contra el comunismo. Se trata de un desplazamiento de legitimidades, pues al tiempo que se eleva la propia -la sagrada, la bendecida, la buena- sirve también para reducir a cero la legitimidad del adversario -la infiel, la traidora, la mala-. Es una simplificación del conflicto social que tiene como objetivo hacer más asequible la comprensión y validación de la senda marcada por las élites de un determinado proyecto político, normalmente ultraconservador. Aunque en tiempos modernos la derecha ha ido desligándose gradualmente de sus vínculos confesionales, lo cierto es que su cultura religiosa ha seguido moldeando su visión del mundo. En la llamada época dorada del capitalismo, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, el verdadero perímetro democrático de Estados Unidos estaba delimitado por la lucha contra el enemigo comunista. El senador McCarthy hablaba de la lucha entre el bien y el mal, y recurría a conceptos como la limpieza o la purga, los cuales justificaban el recurso a prácticas ilegales dentro del Estado americano. Bajo el paraguas de la guerra contra el socialismo/comunismo, casi todo parecía justificable. Un presidente como Nixon tejió ya en los setenta una compleja red de cloacas institucionales utilizadas para espiar y acosar a activistas y líderes políticos de la oposición. Para entonces el espectro de los disidentes era más diverso, pero el “peligro rojo” servía para englobarlos a todos bajo una misma amenaza. Se puede argumentar que Nixon tuvo que dimitir, y que eso demostraría que las democracias liberales, aunque imperfectas, poseen mecanismos capaces de autodepuración. El Congreso, el periodismo de investigación y la presión pública terminaron logrando entonces lo impensable: forzar la caída del presidente más poderoso del mundo. Sin embargo, cincuenta años después las democracias liberales occidentales parecen mucho menos resistentes. La calidad de los contrapoderes ha mermado: los medios están más concentrados y son más dependientes del espectáculo que del rigor, el sistema judicial se ha polarizado, los aparatos policiales se han politizado y convertido en aún más conservadores, y la ciudadanía parece atrapada en un bucle de desafección, ansiedad e intoxicación. La sofisticación de las estrategias políticas y policiales ha superado con creces las prácticas de los tiempos de Nixon. Da la impresión de que si el escándalo Watergate hubiera ocurrido hoy en día, desde luego no se hubiera saldado con la dimisión de Nixon. En España, sin ir más lejos, ha quedado sobradamente acreditada la existencia de una red de cloacas utilizadas por el gobierno de Mariano Rajoy para el espionaje y acoso de activistas y líderes políticos de la oposición. Incluso un servidor, quien en 2013 era un simple diputado de base en el Congreso, aparece vigilado y señalado como «el Garzón de los cojones» en las grabaciones de Villarejo. Tanto el excomisario de policía como el número dos del ministro del Interior están ahora mismo en la cárcel, pero hay suficiente material documental como para concluir que aquella sucia estrategia estatal estaba internamente justificada por la defensa de una causa mayor (la lucha por su España, que era a su vez una lucha anticomunista y antiseparatista, es decir, una lucha contra el infiel). Si la ley tenía que ser violada para defender la cruzada, así debía ser. No es casual que el ministro de Interior fuera una persona que aseguraba que el Papa le había dicho que «el Diablo quería destruir España con el independentismo de Cataluña». Un síntoma claro de la debilidad de las democracias liberales es el ascenso vertiginoso del populismo autoritario, cuya concepción política se basa precisamente en la legitimación de sus cruzadas. Esas fórmulas políticas soeces y burdas, que hace décadas eran marginales —el Tea Party en EE.UU., Jesús Gil o Sandokán en España— hoy son dominantes. Trump es su epítome: condenado por delitos graves, su popularidad no sólo se mantiene, sino que se fortalece. La impunidad no es solo jurídica, sino también cultural: ha conseguido que una parte importante del electorado lo vea como un mártir del sistema; haga lo que haga. Y mientras tanto, sus formas —agresivas, insultantes, despóticas— se expanden como modelo. Milei en Argentina, Orbán en Hungría, Abascal en España: todos beben del mismo estilo, uno que caricaturiza y criminaliza al adversario a fin de deshumanizarlo y destruirlo. Nos hemos hecho muchas veces el mismo tipo de pregunta: ¿cómo es que millones de votantes de Trump le perdonan todos sus desmanes? ¿por qué al votante del PP no parece importarle que se use la policía para espiar adversarios? ¿por qué la foto con un narcotraficante apenas afecta al electorado conservador? Las respuestas no tienen que ver con la búsqueda de la verdad, ni con la racionalidad de los votantes ni siquiera con sus valores y principios. La respuesta está fundamentalmente en la fe. Para ellos hay una causa mayor que justifica todo tipo de actos, incluso delitos, que pertenecen a una escala inferior. En España, la derecha conservadora sigue deslizándose claramente por ese tobogán. Su dilema es claro: no pueden gobernar sin debilitar primero al gobierno progresista. Pero ante la resistencia de un Ejecutivo que ha sobrevivido a una pandemia global y a las consecuencias de una guerra en la frontera europea, han concluido que el único camino es seguir cuestionando su legitimidad. De ahí que el discurso sobre “un gobierno ilegítimo”, “traidor” o “vendepatrias” se haya convertido en eje de su estrategia y no en un mero -pero peligroso- recurso retórico. La derecha ha comprendido, como en otras épocas, que al proclamarse “salvadora de la patria”, puede justificar casi cualquier cosa. La ola reaccionaria ha emitido una suerte de nueva bula papal por la que sus fieles pueden perdonar todos los delitos menores a fin de que su proyecto político-moral pueda tener éxito. Y si para hacer caer al gobierno progresista tienen que conceder favores y dar altavoz a personas de dudosa moralidad, como el investigado por corrupción Aldama, ese precio lo pagan a gusto. El problema es que la estrategia de la derecha española contribuye a crear un clima encendido y exaltado que en última instancia alimenta a las posiciones más ultras. La ironía es que eso mismo es lo que activa un círculo vicioso que consiste en radicalizar más y más los discursos, nutriendo con ello las bolsas de votantes de la extrema derecha. Encender más y más odio entre una población que no termina de comprender por qué, pero odia cada día más. Una parte de la derecha ha decidido pisar el acelerador, ignorando toda contradicción. Si el objetivo es “recuperar España”, entonces nada parece tener un precio demasiado alto. Ni la mentira, ni el descrédito institucional, ni el odio civil. Y así, en nombre de una supuesta regeneración, se normaliza la demolición de las bases democráticas. Porque cuando el fin justifica cualquier medio, lo que se construye no es una alternativa política, sino un camino hacia el autoritarismo. El verdadero “gate” de nuestro tiempo no es un escándalo puntual, sino una puerta abierta al retorno de la barbarie disfrazada de patriotismo.

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