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La ley electoral cumple 40 años

La Ley Orgánica del Régimen Electoral General (Loreg, en adelante) cumplirá el próximo jueves cuarenta años desde que fuera aprobada, el 19 de junio de 1985, con el apoyo de más de las tres cuartas partes de los miembros de las Cortes Generales. Se formularon solamente dos votos en contra en el Congreso de los Diputados y uno en el Senado. ¡Anhelados tiempos de amplios respaldos, tiempos que hoy rememoramos con especial orgullo! La Loreg nació del consenso, del acuerdo –tanto en los elementos nucleares como en los más de detalle– entre los actores políticos, los principales y también los secundarios. Los mayoritarios huyeron de cualquier tentación de imposición por la fuerza de los votos. Y ello porque entendieron que la ley electoral solo podía construirse y pervivir desde la razón, ligada esta imprescindiblemente al interés común de la nación española, que no podía ser otro que aprobar una norma garante de que las elecciones sean libres, abiertas, pacíficas y competitivas, es decir, justas. Consenso y ley electoral son términos que han de entrecruzarse necesariamente, pues la legitimidad de la ley electoral deriva de que nace de la voluntad conjunta y armónica de la representación de la nación española. El consenso no es una rémora, sino condición necesaria en la democracia constitucional para la norma primaria del Estado democrático de derecho (artículo 1.1 de la Constitución) que es la ley electoral, aunque ciertamente no solo para esta, pues el recto entendimiento de la democracia constitucional consiste en que el principio de mayoría es admisible cuando se sustenta en el absoluto respeto de los derechos de la minoría. La legitimidad de origen de la Loreg se ha mantenido sostenidamente en las más de una veintena de reformas que de la misma se han aprobado por las Cortes Generales en estos cuarenta años de vida de aquella. La primera de las reformas fue allá por 1987, cuando se introdujo el título sobre la articulación de las elecciones al Parlamento Europeo (tras la adhesión de España a la entonces Comunidad Económica Europea, de la que hemos también cumplido cuarenta años), seguida dos años después de otra más profunda de algunas decenas de sus preceptos, plenamente justificada tras la detección en las elecciones legislativas de 1989 de algunas deficiencias procedimentales. La última ha sido la de 2022, sobre el voto de los españoles residentes en el exterior, poniendo fin al llamado sistema de voto rogado. Incluso las más sólidas construcciones legales –como lo es la Loreg– necesitan de labores de mantenimiento y retoques más o menos intensos para, siempre de la mano del consenso, su adaptación a los requerimientos permanentes de perfeccionamiento que la realidad, siempre mutable, impone. Esta norma nunca puede ni debe ir por detrás de la realidad, ni permanecer inerte, inmóvil ante las exigencias derivadas de la misma, y, señaladamente, de la consecución del principio (del ideal) democrático (la sociedad democrática avanzada, de que habla el preámbulo constitucional). Esta actualización se ha hecho por el legislador electoral en relación con la formación y actualización del censo electoral, las garantías de la solicitud y de la emisión del voto por correo, la racionalización de las convocatorias electorales, la composición equilibrada de las candidaturas, la prohibición de las campañas electorales de autobombo, las causas tasadas de nulidad del voto, el recurso ante la Junta Electoral Central previo al contencioso electoral, o la limitación de los gastos electorales, entre otras muchas cuestiones. La Constitución de 1978 es más concreta y precisa en materia electoral que la mayor parte de las de nuestro entorno, que evitan el detallismo al que la española llega y que se explica por una innegable desconfianza hacia interpretaciones que sean obra de mayorías coyunturales. En todo caso la Constitución, lógicamente, no agota la materia. Se necesita una ley, la Loreg, para concretar los principios y criterios establecidos por los artículos 23, 68 a 70, 140 y 152 de la Constitución, que conforman el núcleo de lo electoral, siendo las elecciones políticas la forma en que se actualiza la soberanía nacional (artículo 1.2). La Loreg forma parte del 'higher law', es decir, tiene un alcance cuasiconstitucional y, por ello, forma parte del bloque de constitucionalidad, pues el Estado democrático se sustenta en la representación política de los ciudadanos, quienes son los dueños del poder y me atrevería a añadir que también sus intérpretes. El éxito de esta ley, en mi humilde juicio, deriva de su propio origen, es decir, de la asunción de la mejor (estelar, en el adjetivo que tomamos de Zweig ) parte de nuestra historia, en cuanto es hija de la Transición. Sus redactores asumieron el contenido de las dos disposiciones que hasta entonces habían regido satisfactoriamente los procesos electorales habidos tras la Ley para la Reforma Política de 1977 y los primeros años en que fungió la Constitución: el real decreto-ley de normas electorales 20/1977, de 18 de marzo y la Ley 39/1978, de 17 de julio, de elecciones locales. Con ese marco referencial, la Loreg enarboló orgullosa la vocación de continuidad y permanencia (el principio de estabilidad, en los términos del Código de Buenas Prácticas Electorales adoptado por una institución ejemplar cual es la Comisión de Venecia). Lo hizo la Loreg convencida de su capacidad para normar adecuadamente los procesos electorales que habían de sucederse cada cuatro años, pues en la democracia constitucional rige el principio de temporalidad o reversibilidad del poder, de modo que los ciudadanos han de pronunciarse cada cierto tiempo sobre la continuidad o el cese de los gobernantes, al final del mandato o con anterioridad, si estos deciden dar antes la palabra al pueblo para su pronunciamiento. El principio de representación, que es la base del Estado democrático, repito, así lo exige. Democracia y representación, escribe mi admirado Manuel Aragón Reyes , forman el sustrato a partir del cual han de examinarse las soluciones técnicas que el derecho electoral proporciona. Y la norma española supera el estándar exigible. Ciertamente hay un núcleo que ha permanecido inmutable en esta ley, el que llamamos sistema electoral. Todas sus adaptaciones o actualizaciones han sido procedimentales, sin que se haya modificado ninguno de los elementos a través de los cuales los votos se transforman en escaños (número total de diputados, circunscripción provincial, mínimo provincial de diputados, barrera electoral o fórmula proporcional d'Hondt o de los mayores cocientes), lo que sigue generando un amplísimo debate académico y social en el que chocan indefectiblemente los partidarios de mayor justicia distributiva y los que abogan por una mayor estabilidad o gobernabilidad. Parafraseando al maestro Ortega podemos concluir que la salud de la democracia depende, en no poca medida, de la ley electoral, sin la cual «el auténtico sufragio, las instituciones democráticas están en el aire», y la Loreg ha permitido que nuestra intensa historia electoral de estos cuarenta años –en los que muy pocos han sido ayunos en urnas– haya transcurrido por los linderos de la limpieza y de la objetividad, reflejando el resultado el espejo plural de la sociedad española y permitiendo la alternancia política.
abc.es
hace alrededor de 13 horas
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