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Por qué el Gobierno no debe dimitir

Por qué el Gobierno no debe dimitir
Seguimos esperando que los partidos sean unas estructuras prístinas formadas por personas impolutas; que mantengan esa misma imagen perfecta de sí mismos que tenían cuando no había manera de fiscalizarlos. Igual lo que tiene sentido en este momento es tener una actitud más tamizada, más pragmática, más utilitarista de la política Gentleman Johnny jamás imaginó que pasaría a la Historia de aquella manera. Pero en 1777, al mando de una campaña que se había vuelto en su contra, el general británico John Burgoyne se vio obligado a rendir en Saratoga un ejército de 6.000 hombres ante los rebeldes de las colonias americanas. Con su torpeza estratégica, torció el rumbo de la Guerra de Independencia a favor de los Estados Unidos. Ajeno aún al alcance de sus actos, Burgoyne estaba furioso: “Me veo en la necesidad de devolverle el documento de la palabra de honor sin firmar, dado que el regimiento británico ha decidido unánimemente que la Convención se ha infringido en varios aspectos, especialmente en el artículo que expresa que todo oficial debe ser alojado según su rango. [...] Desde que he tenido ocasión de visitar los barracones personalmente, me veo, por honor, deber y plena convicción, obligado a afirmar que los alojamientos que se les han asignado no serían considerados aptos para caballeros en su situación en ninguna parte del mundo... ”. En el siglo XVIII la guerra en Europa era un asunto de caballeros. El arma de turno era el mosquete: un trasto rudimentario, poco más que un tubo de hierro con un percutor, que debía rellenarse de pólvora en cada uso. Los ejércitos formaban en largos escuadrones, enfrentando varias filas de mosqueteros que se turnaban para ir disparando y recargando a medida que avanzaban, como un lento engranaje, hacia el enemigo. Los americanos, en cambio, llevaban 150 años subidos –literalmente– al monte. En un territorio virgen en lo físico, lo social y lo político, no se atenían a ninguna de las antiguas normas de cortesía. Se organizaban en milicias y usaban tácticas de guerrilla: emboscadas, sabotajes y ataques por sorpresa. Frente a ellos, los británicos, con sus pulcras casacas rojas, marchando siempre en formación, a paso de ejército imperial, arrastrando la artillería pesada por los pantanos, las ciénagas y los bosques inexpugnables de Nueva York, eran lo más parecido a una colección de patos de feria que los americanos podían soñar. Nada sacaba más de quicio a los ingleses que la insistencia –tan descortés– de los rebeldes en disparar precisamente a los oficiales mientras marchaban en formación. “Son una turba armada”, decía Gentleman Johnny, “envalentonada por el éxito y la insolencia”. Como a los caballeros del ejército británico, hoy nos cuesta interiorizar que las cosas han cambiado y que ni la guerra, ni la política, siguen las normas a las que estábamos acostumbrados. La cuestión no es que haya casos de corrupción, porque a nadie se le escapa que siempre los ha habido. En España, mientras no hubo democracia, la corrupción fue la norma y no la excepción. Fueron las inercias de esas décadas las que trajeron esas prácticas bien conocidas en –casi– todos los partidos: desde el sistema por el que el PP repartía mordidas entre sus directivos, hasta la costumbre del 3% en Catalunya, pasando por el caso tan emblemático de Cajamadrid, en el que estaban compinchadas todas las formaciones de la región. Por fortuna, esa sinvergonzonería ha dejado de ser la normalidad. Hoy se denuncian y se investigan los indicios que antes se encubrían durante décadas. Los procedimientos de contratación han hecho mucho más difícil –lamentablemente, parece que no imposible– manipular las adjudicaciones y hoy es impensable que vuelvan las tramas de financiación ilegal generalizada que eran comunes en el siglo XX. Que hayan sido los medios más cercanos al Gobierno los que no han dudado en poner luz y taquígrafos sobre el caso Cerdán también es un indicador de una excelente salud democrática. Avanzaríamos a mucha más velocidad si los medios próximos a la derecha hicieran lo propio en los casos que afectan a Ayuso, pero el hecho es que estamos erradicando la connivencia cultural con la cleptocracia. Si este caso Cerdán nos escuece tanto, es porque al tiempo que hemos elevado el listón de la exigencia democrática, nos negamos a renunciar a la ficción en la que vivíamos cuando todas estas cosas se escondían debajo de la alfombra. Seguimos esperando que los partidos sean unas estructuras prístinas formadas por personas impolutas; que mantengan esa misma imagen perfecta de sí mismos que tenían cuando no había manera de fiscalizarlos. Y es que nos hemos acostumbrado a llevar nuestro compromiso político por bandera: a externalizar una parte de nuestra propia virtud en una apuesta por una opción electoral; a que la preferencia política sea una declaración moral que nos define y nos acompaña toda la vida. Por eso, cuando se produce un caso de corrupción —o nos enteramos de las prácticas sexuales de algún portavoz— sentimos asco y nuestro primer instinto es el de distanciarnos tanto como sea posible, no sea que nos manche el karma. Y lo segundo es exigir que, cuanto antes, el partido se purifique por la vía del fuego: de la dimisión, de la renuncia, de la convocatoria electoral, del borrón y cuenta nueva. Ansiamos que se produzca una especie de limpieza ritual para poder volver a empezar y creernos otra vez que la política es una cosa prístina y los políticos, unos seres sobrenaturales que son ejemplares en todo lo que hacen. Pero eso no es posible. No es verdad que “todos los políticos sean iguales”; son tan diferentes como somos las personas. Los hay listos, los hay tontos, los hay de moral inquebrantable y de moral distraída. Los hay eficaces e inoperantes. Pero lo que sí es cierto es que en cualquier grupo de personas de cierta envergadura, sea un partido político o judicial, siempre habrá gente brillante y luminosa y habrá alguno que tenga una cara oscura que nos repugne. Y a medida que se multiplican las pantallas y el nivel de escrutinio sobre la vida de los personajes públicos aumenta, no nos vamos a dejar de enfrentar a esa realidad. Es normal, es saludable y es un síntoma de madurez democrática que le veamos las miserias a la política. Lo que hoy no tiene sentido es ese apego primario, simplón, que habíamos construido hacia estas organizaciones: de amor y admiración o de odio y desprecio, sin gama de grises. Esa expectativa de perfección y de pureza no solo nos acaba conduciendo a tener el mismo nivel —extremo— de reproche a las conductas delictivas, que a las moralmente odiosas y que a las éticamente dudosas. También ha abierto la puerta a convertir las acusaciones falsas en arma política, como ocurrió en el caso de Victoria Rossell y en el del Fiscal General del Estado. Como les ocurría a los casacas rojas, una vez que no existe la norma de no disparar a los oficiales, basta con ponerle a cualquiera –culpable o no– un sombrerito de capitán para que se vuelva un objetivo estúpidamente indefenso. Claro que preferíamos seguir creyendo en la política perfecta, como queremos seguir creyendo en el amor romántico y en Dios, si me apuras. Cada vez que nos quitan otra de todas esas certezas que nos habíamos dado, duele. Pero nosotros no podemos dictar que exista esa pureza, como no podemos hacer aparecer al príncipe azul. Y es que todos los mecanismos que corresponden a un estado de derecho muy sólido parecen estar funcionando: la policía investiga, incluso a las máximas instancias del Estado, los jueces actúan cuando encuentran indicios de delito, los periodistas fiscalizan la acción del ejecutivo y un parlamento plural y con plenas facultades parece preferir que se mantenga esta opción de gobierno a otra. Igual lo que tiene sentido en este momento es tener una actitud más tamizada, más pragmática, más utilitarista de la política. Dejar de llevar el debate a una lógica de máximos donde lo que está en juego siempre es la dignidad y el honor —de uno mismo— y explorar las posibilidades de este tiempo nuevo. Es una opción razonable preferir que se mantenga el gobierno de esta mayoría parlamentaria. Por ejemplo, porque entre las opciones que existen, es el que tiene el mayor compromiso con el reto más importante de nuestro tiempo, que es el cambio climático. O porque está siendo bueno para la economía. También porque representa mejor la pluralidad de España que la alternativa. No hace falta envolverse en la bandera de ningún partido, ni justificar ningún caso de corrupción, para preferir esta coalición electoral a otra. Hay momentos en la historia en los que, para estar a la altura de las circunstancias, hay que elevarse a los cielos y hay otros en los que hay que tirarse al barro. Gentleman Johnny perdió la Batalla de Saratoga porque tardó cuatro meses en recorrer los 300 kilómetros que separan Quebec de Nueva York y le regaló a los rebeldes el tiempo que necesitaban para prepararse. Si tardó todo ese tiempo es porque se empeñó en arrastrar, a través de los bosques, de las montañas y de las ciénagas del noroeste americano, 30 carruajes cargados de ropa y champán para seguir representando, tras su prometida victoria, la realidad imperial que había conocido en los salones de Londres. No seamos como Johnny. Que no nos pase lo mismo.
eldiario
hace alrededor de 11 horas
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