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La poesía taurina

«El toreo es probablemente la riqueza poética y vital mayor de España» y «creo que los toros es la fiesta más culta que hay hoy en el mundo; es el drama puro, en el cual el español derrama sus mejores lágrimas y sus mejores bilis . Es el único sitio adonde se va con la seguridad de ver la muerte rodeada de la más deslumbrante belleza. ¿Qué sería de la primavera española, de nuestra sangre y de nuestra lengua, si dejaran de sonar los clarines dramáticos de la corrida?«, así de categóricamente se manifestó Federico García Lorca en esa histórica entrevista de Luis Bagaría que constituye su testamento intelectual, publicada en 'El Sol' (Madrid) el 10 de julio de 1936, pocos días antes de emprender aquel fatídico viaje final a Granada. Y conviene resaltar que se trata de una entrevista muy pensada, ya que la respondió por escrito y le estuvo dando vueltas hasta después de habérsela entregado al periódico, como demuestra una carta a Adolfo Salazar, pidiéndole que »sin que lo notara Bagaría quitarás la pregunta y la respuesta […] sobre el fascismo y el comunismo que está en una página suelta«. De esa «riqueza poética» no cabe la menor duda, y menos aún desde que José María de Cossío, nombre señero en los estudios de tauromaquia, publicara en 1931 'Los toros en la poesía castellana' (Madrid, CIAP), antología tumbativa que partiendo de un anónimo cantar de capea, villancico de finales del XVII (convento madrileño de la Merced), y pasando por no pocos de los mejores ingenios del Siglo de Oro (Góngora, sor Juana Inés de la Cruz o Quevedo), llega hasta Rubén Darío, los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Gerardo Diego y Rafael Alberti, relación recientemente ampliada por Andrés Amorós tanto por el principio como lógicamente por el final, iniciada con Gonzalo de Berceo y Alfonso X y cerrada, entre otros, con Luis Alberto de Cuenca y Andrés Calamaro. Además, entre José María de Cossío y Andrés Amorós, lejos de extenderse un desierto, nos encontramos con un panorama riquísimo de estudios y recopilaciones, como las dos estupendas de Manuel Roldán, 'Poesía hispánica del toro' (Escelicer, 1970) y 'Poesía universal del toro' (Espasa Calpe, 1990). 'Las cien mejores poesías taurinas', antología verdaderamente en puntas de Amorós , tiene la virtud, en la actualidad esencial, de que la maravilla de los poemas viene precedida por sendos preliminares explicativos –cuatro páginas por autor– en los que sobresale un conocimiento que late en la claridad expositiva. Es divulgación de altura conciliada con apreciaciones de referencias en las que nadie había reparado. Así, verbigracia, el fragmento del poema seleccionado de Lope de Vega, 'Fiestas en las bodas de Lido, rey de Andalucía, con Clorinarda, hija del rey de Fez', en el que inequívocamente consta que el toro lidiado lucía el hierro del dueño, lo que deshace la suposición de que usos ganaderos como este nacieran en el XVIII, asunto del que yo me ocupé por extenso en 'Luces sobre una época oscura. El toreo a pie del siglos XVII'. He aquí el testimonio del Fénix de los Ingenios: «Con una estrella en una mancha blanca,/ del dueño suyo conocido hierro». Si yo tuviera que señalar un par de libros que quintaesencian la belleza y la tragedia poética del toreo me inclinaría por 'La Fiesta Nacional' de Manuel Machado, cuya reedición esta en vísperas, y 'Llanto por Ignacio Sánchez Mejías' de Federico García Lorca, que comparte con las 'Coplas por la muerte de su padre' de Jorge Manrique la primacía de los cantos elegiacos en español, sin olvidarme por eso de 'La suerte o la muerte' de Gerardo Diego ni de 'Verte y no verte' de Rafael Alberti, poemarios de reconocimiento universal. Y si, más difícil todavía, tuviera que inclinarme por un poema, por uno sólo, subrayaría, raro entre los raros, un apunte brevísimo de Pedro Garfias (Salamanca, 1901-Monterrey, México, 1967), un español del éxodo y el llanto, transterrado tras la guerra incivil, poeta de la vanguardia ('El ala del sur') y del compromiso, comisario político y cofundador de la Alianza de Intelectuales Antifascitas, comunista que sin renunciar a su ideología cantó a Manolete, combatiente franquista, unidos ambos, por encima de enfrentamientos cainitas, en la militancia en la causa integradora del arte de los temblores que es el toreo. El apunte de Garfias se ciñe a seis versos y tres imágenes: Manolete «se parecía/ a un viento volando bajo.// Se parecía/ a un cuento nunca acabado.// Se parecía/ a un Dios que hablase despacio». Quienes gozamos de la apoteosis de Morante hace unos días en Las Ventas, ¿acaso no vivimos la certeza de que su capote se movió con la suavidad supraterrenal de un viento envolvente volando desde abajo, movida la tela como si formara parte de su cuerpo? ¿No sabemos que el prodigio de sus naturales sublimes ya es un cuento nunca acabado, que desde la salida de la plaza, calle Alcalá arriba, empezamos a recrear y contaremos y que seguiremos recreando y contándonos una y otra vez? ¿Y nos queda alguna duda de que José Antonio Morante de la Puebla, así con el capote como con la muleta, es un dios que nos habló despacio? La belleza como causa compartida. La poesía y el toreo barajan en armonía la intensidad del instante y la rotundidad del conjunto, porque un soneto logrado no admite un endecasílabo desajustado de la misma manera que esa faena ya mítica no conoció ni un solo lance desacompasado. Sílaba a sílaba, verso a verso y estrofa a estrofa; andares y colocación, temple y reposo, el calado infinito de los derechazos y la profundidad de los naturales. Si Cervantes inventó el soneto con estrambote, Morante creó en esa faena de gloria el estrambote taurino del terceto de un kirikiriqui, un trincherazo y un molinete invertido. Vuelvo, para terminar, a Federico García Lorca: «¿Qué sería de la primavera española, de nuestra sangre y de nuestra lengua, si dejaran de sonar los clarines dramáticos de la corrida?». El drama puro y la belleza deslumbrante: nunca faltaran poetas cuyos versos respondan a la verdad anunciada por esos clarines. La poesía y los toros van de la mano.

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