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La trampa del fuero

El debate sobre el aforamiento de uno de los imputados en el caso de David Sánchez , provoca una cierta perplejidad por las ideas preconcebidas sobre lo que significa esta regla de competencia judicial. El aforamiento penal –también lo hay en el ámbito civil– es la sujeción de una persona investigada a un determinado tribunal colegiado, orgánicamente superior a aquel que le correspondería si se le aplicaran las normas generales de competencia. Se trata, en definitiva, de una regla especial de determinación del tribunal competente por razón de la función pública que desarrolla la persona investigada. La interpretación más adecuada de esta institución procesal es la que la configura como una garantía de la función pública, no como un privilegio de la persona. Sin embargo, resulta difícil mantener esta descripción apologética del aforamiento en aquellos casos en los que opera aun cuando el delito imputado al sujeto aforado nada tiene que ver con su cargo público, es decir, cuando no se trata de un delito funcional, sino particular. Tampoco ejerce fácilmente esta lógica tuitiva del aforamiento cuando los hechos investigados son anteriores a la adquisición de la condición de aforado, incluso cuando el proceso penal contra el sospechoso comienza antes de la generación del aforamiento. Estos dos últimos supuestos –delito y proceso previos al aforamiento– son los que cuestionan la admisibilidad del aforamiento al que pretende acogerse Miguel Ángel Gallardo, quien, tras ser formalmente imputado por una juez de instrucción de Badajoz y ser consciente de que su destino era el banquillo de las acusados, decidió que lo mejor para él –y para otros– era hacerse diputado autonómico. La gestión política de su decisión resulta realmente indigerible, porque solo se ha podido ejecutar obligando a un parlamentario de su partido a renunciar al acta y a otros tres candidatos que iban a continuación en la lista a no ocupar la vacante de su compañero. Sin embargo, vista la impunidad política de esta forma de malversar los valores intangibles de la ética pública, conviene volver los ojos a los jueces para preguntarnos qué pueden hacer para contener los daños de una maniobra tan abusiva y fraudulenta. La primera cuestión es si el aforamiento sobrevenido de Gallardo, y siempre que cumpla los requisitos para adquirir la condición de parlamentario, debe provocar el traspaso del proceso a la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de Extremadura, en detrimento de la Audiencia Provincial de Badajoz. Las normas de competencia penal son imperativas y el artículo 50.2.c) del Estatuto de Autonomía de Extremadura reconoce el aforamiento de sus parlamentarios sin distinguir el tipo de delito ni el momento de su comisión. Hay muchas razones para calificar este aforamiento como un fraude de ley y un abuso de derecho, pero basta la norma estatutaria mencionada para aconsejar que no se tome una decisión en contra de la competencia del TSJ que podría motivar más adelante una nulidad de actuaciones. Aceptado el aforamiento de Gallardo , la segunda cuestión es qué sucederá con la instrucción dirigida por la juez de Badajoz. En la respuesta entraría lo que califico como una necesaria contención de daños pretendidos por una maquinación partidista. A mi juicio, el TSJ de Extremadura ha de retomar el caso allí donde lo dejó la juez de instrucción. La razón es muy sencilla: nadie, ni la Fiscalía ni las acusaciones, ha impugnado la terminación de la instrucción. Por tanto, en ese concreto aspecto –no en otros, que han sido recurridos– el auto de la juez que puso fin a su investigación (el llamado auto de transformación) es firme y con efecto de cosa juzgada. Además, esa instrucción ha sido tramitada por un órgano competente y en el procedimiento adecuado. Nada que anular, nada que volver a investigar. En la práctica, esto quiere decir que cualquier alteración de la competencia afectará no al juzgado de instrucción, sino a la Audiencia Provincial de Badajoz, que es la que ahora tiene la competencia para resolver los recursos de apelación interpuestos contra las imputaciones de Gallardo, Sánchez y compañía. En la secuencia previsible de los acontecimientos, y una vez consolidado el aforamiento conforme al reglamento de la Asamblea extremeña, el TSJ, bien porque las reclame, bien porque se las remita la Audiencia Provincial, asumirá las apelaciones pendientes y decidirá si mantiene o no las imputaciones y, en última instancia, si abre o no juicio oral. Lo que no debería suceder es que el TSJ designara instructor a uno de sus magistrados, porque ya no hay nada que instruir. La última cuestión que podemos plantear es si el TSJ debe extender su competencia a los demás imputados no aforados, como David Sánchez. La regla de interpretación sobre el aforamiento es restrictiva, para no privar a los no aforados de su verdadero juez predeterminado por la ley, ni de ciertas facultades de defensa, como el recurso de apelación. No obstante, cuando entre los imputados aforados y no aforados hay una conexión inescindible que impide o perjudica gravemente su enjuiciamiento por separado, todos son atraídos por el tribunal de aforamiento. En el caso de David Sánchez, la decisión del TSJ dependerá de si considera que los hechos que le fueron imputados admiten o no un enjuiciamiento autónomo de los atribuidos a Gallardo. Puede servir de referencia que la Sala Segunda del Tribunal Supremo admite con cuentagotas la inclusión de no aforados en su competencia. Si Sánchez quedara fuera del TSJ, su caso seguiría en manos de la Audiencia Provincial. No es lo probable, pero siempre hay que dar margen a las sorpresas. Y queda la opción de aceptar el órdago: si lo que se pretende es dilatar de mala fe la causa para beneficio de terceros y manejar a los magistrados del TSJ como peones de brega de una operación partidista, nada sería más recomendable que estos asuman en bloque la causa, ratifiquen las decisiones de la instructora y celebren juicio oral en el más corto plazo. Un último apunte sobre el aforamiento. Asociar esta institución a la impunidad del político es un insulto a los jueces, desmentido, además, por la experiencia. Sobran aforamientos, sin duda, pero la responsabilidad es del legislador. Por el contrario, el aforamiento tiene efectos muy contraproducentes: remarca los perfiles de casta, aumenta el juicio público sobre el aforado –que se lo digan a Gallardo, epítome actual de la manipulación antidemocrática de los privilegios de los parlamentarios– y reduce los recursos contra su posible condena. Si se pudiera construir una maldición, bien se podría decir «aforamientos pidas y los tengas».

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