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Participación, más allá de Eurovisión

Participación, más allá de Eurovisión
La decisión sobre asuntos públicos no siempre es fácil, obliga a debatir y deliberar si se quiere hacer con responsabilidad y, desde luego, supone dedicación, esfuerzo y convicción Hace varias décadas, sí, décadas, que no he visto en directo el Festival de Eurovisión, ni en todo ni en parte, ni me he interesado por él. Aunque he de reconocer que, como seguidora de medios de comunicación generalistas, y variados, me entero parcialmente de lo que ocurre, de quién canta en representación de España o de cómo van las quinielas y apuestas y, claro está, de quién gana y lo que ha acontecido en torno a dicha victoria. Es inevitable, es para mí imposible no saberlo, igual que me ocurre con el fútbol. Intentar evitarlo sería aislarme y eso sí que no me interesa. Este año el dichoso Festival ha dado lugar a tertulias y opiniones de todo tipo y en todo tipo de medios, notablemente de carácter geopolítico a cuenta de la participación de Israel y del segundo puesto que ha logrado. No me voy a referir a esta cuestión, que ya ha sido ampliamente comentada por muchas personas y grupos, políticos incluidos, si bien es sencillo argumentar que bastaría haber dado a ese país el mismo trato que a Rusia. Pero, claro, si todavía no se han adoptado decisiones realmente efectivas contra Israel por el desastre humanitario que está causando en Gaza – en mi opinión, un auténtico genocidio mediante ataques militares directos para matar y un brutal asedio para someter por hambruna y enfermedad a la población de la franja -, lo de Eurovisión es peccata minuta, aunque tiene la virtualidad de permitir “intentar lucirse” a bastantes. Sin embargo, aun siendo totalmente irrelevante este Festival, que no pasará a la historia de la buena música de ningún estilo, hay algo que me ha interesado especialmente. Se trata de la combinación de voto de jurado experto o profesional y de voto popular mediante el ya archiconocido “televoto”. Yo, la verdad, ni lo conocía, pero estos días lo he escuchado hasta el aburrimiento. Según he averiguado, este método se introdujo en 1997 para “democratizar” el sistema de votación, momento en el que desapareció el jurado profesional hasta su recuperación en 2009. Ésta es más o menos la evolución del sistema de voto que he podido conocer, hasta llegar al actual en el que el jurado tiene un 49,33% del voto total y el televoto el 50,67%. Lo que a mí me ha llamado particularmente la atención ha sido que, una vez que el televoto no ha dado el “resultado esperado” - en España tampoco -, al haberse inclinado mayoritariamente por apoyar a la representante de Israel, ha habido ya denuncias de manipulación de la opinión pública hasta llegar a la petición formal de RTVE a Eurovisión pidiendo, entre otras cosas, “la revisión completa” del televoto, a lo que la organización interpelada ya habría respondido en el sentido de ser “el más avanzado del mundo”. Pues vale, así será. Se ve que es una cuestión sensible y de interés ciudadano o, al menos, se pretende que así sea. Me apercibí de ello cuando el lunes siguiente al Festival, RNE en un pequeño espacio diario de preguntas a la audiencia sobre temas de actualidad, dentro del programa “Las mañanas”, formuló la siguiente: “¿Crees que el voto del jurado profesional debiera pesar más que el de la audiencia?”. ¡Qué quieren que les diga!: me quedé pasmada del todo. Fue entonces cuando empecé a tomar conciencia de la relevancia del tema, pero más allá de lo reducido de dicho planteamiento. No es fácil asumir la democracia, la de verdad. La que nos interpela y nos exige pronunciarnos sobre muchas cuestiones, notablemente las que más nos afectan y mayor dificultad de respuesta tienen. La democracia es una cualidad de la que se adornan casi todos los Estados, entre ellos el español, tal como lo proclama el artículo 1 de la Constitución, que define a España como “un Estado social y democrático de Derecho”, lo que ha de vincularse también a los conceptos de “soberanía”, “voluntad popular” y “participación”, todos ellos también plasmados en el texto constitucional. Ciertamente, la participación ciudadana en los asuntos públicos es una de las claves de bóveda de un sistema democrático y la CE pretende, tal como se manifiesta en su Preámbulo, entre otros fines, el de “establecer una sociedad democrática avanzada”. Lo que, de entrada, tiene un enorme interés y un gran campo de actuación. Sin embargo, el sistema real de participación política diseñado por la CE configura un tipo específico de democracia: la democracia representativa, omitiendo en la práctica otras formas de participación. Se cumple así de manera digamos discreta o estricta con las exigencias de una definición democrática del poder, a la manera habitual del constitucionalismo comparado de nuestro entorno sociopolítico. Y ello, pese a las propias previsiones de la CE. Ciertamente, la CE da una idea de una concepción realmente intensa de la participación política. Así, de un lado, el artículo 9.2 – probablemente el de mayor calado y potencialidad para el avance futuro de la democracia y del Estado social – atribuye a los poderes públicos , entre otras trascendentales misiones, la de “facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”. Y su artículo 23 reconoce, como derecho fundamental de toda la ciudadanía, el de “participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos”. Está claro, pues, que esas dos expresiones muestran que la participación política es un imperativo constitucional que obliga a todos los poderes del Estado y que forma parte de la esencia de la democracia. Ahora bien, ¿de qué participación hablamos?. Pese a la amplia dicción de la CE y a esa posibilidad claramente expresada de participación directa o mediante representantes, la opción real del orden político constitucional se materializa, en esencia y de manera preponderante, en la participación representativa, a través del órgano esencial – las Cortes Generales que, según el artículo 66, representan al pueblo español -, en sistema idéntico plasmado por los diversos Estatutos de Autonomía. Bien, pues es esta representación ejercida por el Parlamento y adquirida a través de la voluntad popular plasmada mediante un sistema de sufragio universal y canalizado, esencialmente, por los partidos políticos, la que constituye el mecanismo principal para activar la participación política. Es la base sobre la que se asientan todas las instituciones de representación directa – Cortes Generales, Parlamentos Autonómicos, entidades locales, tanto municipales como forales…. -. Y, asimismo, este sistema de representación es la base indirecta de los órganos que se constituyen mediante nombramiento o designación por parte de los órganos directamente representativos – Presidente del Gobierno, Lehendakari, CGPJ….-. Por otra parte, el sistema de representación se asienta, fundamentalmente, sobre los partidos políticos, a los que se refiere el art. 6 CE en los siguientes términos. “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política (...)”. Sin entrar ahora a fondo en los problemas que este sistema presenta, bastaría con recordar – siempre en términos relacionados exclusivamente con la participación ciudadana – el sistema de listas cerradas, la extendida práctica de imposición de candidatos por las cúpulas de los partidos o la designación de los portavoces parlamentarios por la cúpula de los partidos, pasando indecorosamente por encima de los grupos parlamentarios, cuya autonomía respecto de los partidos deja demasiado que desear. En todo caso, la participación representativa no es la única manera en que la participación política se puede plasmar. Existen otras vías de participación directa, ya bien conocidas, como el referéndum – art. 92 CE, regulado en la L. O. 2/1980 - u otras consultas, la iniciativa legislativa popular – art. 87.3 CE y L.O. 3/1984 - e, incluso, en la administración de justicia, mediante la institución del jurado y el ejercicio de la acción popular, como la propia CE recoge en su art. 125 - regulados en la L.O. 5/1995 y en el art. 101 de la LECrim, respectivamente -. Cierto es que las consultas directas a la ciudadanía no llegan siquiera a ser una mera anécdota. A nadie le interesan: ni a quien gobierna en ningún ámbito – sea quien sea – ni, seguramente, tampoco a la ciudadanía, pues puede resultar, en general, demasiado engorroso. La decisión sobre asuntos públicos no siempre es fácil, obliga a debatir y deliberar – si se quiere hacer con responsabilidad – y, desde luego, supone dedicación, esfuerzo y convicción. Y, claro, la ciudadanía es – somos - manipulable y dirigible, pero no más – esto lo afirmo con rotundidad – que puedan serlo nuestros representantes electos. Y, con total seguridad, velaríamos mucho mejor por nuestros intereses, que son los intereses comunes. Por eso me llama la atención que, cuando “falla” el voto popular – el televoto, en el caso de Eurovisión -, enseguida se trate de desacreditarlo acudiendo al argumento de la manipulación y se sugiera su supresión o su minusvaloración a favor del voto experto o profesional – esto mismo también ocurre en temas de calado -. Todo depende de lo que se pretenda, claro. En todo caso, las canciones del Festival no iban a ver mejorada su calidad porque las votara la ciudadanía o un jurado experto. Y ¡qué quieren!, yo, en esto de participar, me quedo con las reflexiones de Benjamin Constant en 1.819: “El ciudadano no es esclavo, no es vasallo, sino que es libre, y libre quiere decir ir a participar a la plaza pública con los demás conciudadanos para tomar las decisiones, porque al ciudadano no le hacen la vida sino que la hace él”. Y también: “La manera de ser felices no es únicamente la de disfrutar del goce privado, sino que también la felicidad humana tiene mucho que ver con participar en las cuestiones públicas, con asumir las cuestiones públicas y con ser responsable de ellas”. Yo, que no conocía lo del televoto, lo defiendo. Y, con el televoto, toda la participación directa de la ciudadanía. Cuestionarla en función de su resultado es ventajismo, una enorme trampa y un claro fraude.

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