cupure logo
dellasquelosporsánchezunaconmásespaña

¿Qué papel juega la nostalgia en la deriva autoritaria?

¿Qué papel juega la nostalgia en la deriva autoritaria?
Más que acusar a la dinámica cultural y de reconocimiento de la diversidad de los males que nos afectan, hemos de recuperar los cimientos de la solidaridad social, el sentido de esfuerzo común, de lucha colectiva por mejores condiciones de vida y por la defensa de los servicios públicos básicos que costaron mucho de conseguir y afianzar En algunos de los muchos análisis que se han ido haciendo para tratar de explicar la reelección de Trump el pasado noviembre, uno de los que ha generado una mayor atención es el que relaciona tal victoria con la nostalgia de una época más feliz, más tranquila. Según el New York Times los votantes de Trump expresaban con su voto la añoranza de un tiempo en el que las jerarquías sociales y los valores culturales más tradicionales eran dominantes y todo el mundo sabía a qué atenerse. De hecho, en la campaña electoral el candidato Trump expresaba muchas veces su cercanía a esas ansiedades. El mismo eslogan de volver a hacer grande a América incorpora esa idea de recuperar tiempos felices, de volver a un pasado esplendoroso. Los análisis que se han hecho en los Estados Unidos ponen de relieve que la época considerada más feliz es la época de los 50 y 60. Para los votantes más conservadores esa era una época en la que las familias (en su expresión más tradicional) estaban unidas, había menos delincuencia y los valores morales fundamentales no eran puestos en duda. Pero, también para los votantes más liberales o progresistas esa era una época dorada ya que el tejido comunitario tenía una urdimbre sólida y la cohesión y la participación social estaban plenamente activadas. En Europa occidental (con la evidente excepción de Portugal, Grecia y España) esa fue asimismo una época de estabilidad y desarrollo, en la que el crecimiento económico fue significativo y la capacidad de redistribución de la riqueza (como ha demostrado Piketty) era importante. Tanto en los Estados Unidos como en Europa la gente se beneficiaba de los valores que tras el crack del 29 o tras las dos guerras mundiales pusieron las bases de las políticas de bienestar y de igualdad que permitieron reducir la desigualdad, mejorar los servicios públicos, mientras el nivel de sindicalización alcanzaba máximos históricos y se iban regulando las condiciones de trabajo. Había un “nosotros” compartido que se expresaba en la aventura colectiva de mejorar las condiciones sociales de todos y todas. En España la gente que aún ahora expresa los niveles más altos de felicidad es aquella nacida entre 1945 y 1965, precisamente los que más se beneficiaron del gran cambio que se produjo en España tras el fin del franquismo y la consolidación de la democracia. A la muerte de Franco el porcentaje de gasto público sobre PIB era algo más del 20% mientras que en la OCDE se alcanzaba el 37%. Las nuevas bases democráticas del país supusieron un necesario incremento de la inversión pública y las políticas de bienestar implementadas en los 80 cambiaron profundamente el panorama. La ilusión y la sensación de progreso, de libertad, de normalización con el resto de Europa, convirtieron esa década, con todos sus contrastes, en la más feliz de la España contemporánea. Lo que ahora debemos plantearnos es si la gran oleada reaccionaria y ultraconservadora en la que estamos inmersos tiene que ver más con el cambio cultural, con la crisis de la familia heteropatriarcal, con la difuminación de los valores occidentales provocada por la inmigración y los componentes de diversidad que incorporan, con el aumento de las sensaciones de riesgo y de inseguridad que todo ello acarrea, o si las causas profundas de ese malestar está en la pérdida de un sentido colectivo de lucha por mejores condiciones de vida. Hemos pasado de un gran “Nosotros” a una multiplicidad de “Yos” individualizados, segmentados y en franca competición. Robert Putnam analizó hace años la significación de lo que denominó “capital social” para referirse a esa idea de civilidad compartida que se expresaba en la pertenencia a múltiples instancias de articulación comunitaria: iglesias, clubs, asociaciones, cooperativas, sindicatos. Un mutualismo que sustentaba la legitimación colectiva de las políticas sociales redistributivas y solidarias. En sus estudios Putnam pone de relieve que han ido evolucionando en paralelo el declive del capital social con el aumento de la desigualdad y la erosión de las políticas sociales. Mientras que en la posguerra en Estados Unidos y Europa (o en España en los ochenta) la brecha entre ricos y pobres iba decreciendo, a medida que el neoliberalismo y su credo antiestatalista iba desplegándose, esas bases sociales y políticas fueron desmantelándose. Reapareciendo las “jerarquías naturales”. Más que acusar a la dinámica cultural y de reconocimiento de la diversidad de los males que nos afectan, hemos de recuperar los cimientos de la solidaridad social, el sentido de esfuerzo común, de lucha colectiva por mejores condiciones de vida y por la defensa de los servicios públicos básicos que costaron mucho de conseguir y afianzar. La democracia y lo que conlleva de igualdad y dignidad para todos no ha caído del cielo. No lograremos defenderla y defender con ella unas condiciones de vida dignas para todos dando pábulo a las historias que nos hablan de pérdida de valores occidentales, de las bondades del patriarcado y de las jerarquías naturales. El tejido social se ha ido desgastando significativamente y es ahí en esa solidaridad social y de clase en la que hemos de trabajar para recuperar un nosotros solidario.

Comentarios

Opiniones