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Si quieres el Nobel de la Paz, prepárate para la guerra

Si quieres el Nobel de la Paz, prepárate para la guerra
Machado es una ultraderechista sin disimulo, una golpista que ha pedido abiertamente una invasión extranjera a su propio país, que ha celebrado las sanciones que llevan años hundiendo en la miseria a millones de venezolanos y que lleva dos décadas haciendo del clasismo una retórica patriótica ‘Aramos’, le dijo la mosca al buey. Bajo ese mantra, María Corina Machado se ha hecho con el premio Nobel de la Paz, distinción que cada vez, y valga la redundancia, distingue menos el trabajo que reduce el sufrimiento humano de los actos que lo producen. Que Machado se haya hecho con el Nobel, Dembelé con el Balón de Oro y Sonsoles Ónega tenga un premio Planeta confirma sobradamente que hemos convertido la política, el deporte y la literatura en un sistema de recompensas para la fábula correcta y que, además, como sociedad hemos externalizado el criterio y subcontratado el buen gusto. Y qué vergüencita da todo. El galardón coincide además con la entrada en vigor del alto el fuego de Israel después de dos años de matanza sistemática en Gaza, con más de setenta mil civiles asesinados, miles de niños enterrados bajo ruinas que ya no tienen ni nombre, y un silencio internacional tan espeso que solo se rompe para justificar lo injustificable. Dos años de vídeos imposibles de mirar y, al mismo tiempo, imposibles de ignorar. Y justo cuando el mundo finge reconciliarse con su conciencia, el Comité del Nobel entrega su medalla a una figura que encarna lo contrario a la paz. Es la coronación perfecta de un relato y la coartada ideal para una oposición venezolana que lleva años externalizando sus aspiraciones presidenciales. Mientras tanto, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, UNRWA, mantiene en pie lo que queda de una sociedad bajo asedio, con centenares de trabajadores asesinados y una maquinaria de ayuda que salva vidas de forma mensurable. Es a ellos, no a una guarimbera desalmada, a quienes correspondía el reconocimiento. No es la primera vez que el Nobel se convierte en instrumento de propaganda, pero pocas veces lo había hecho con tanta impudicia: entregarle el premio a quien ha hecho campaña por una intervención militar es una obscenidad geopolítica. El contraste no puede ser más brutal. Mientras en Gaza están enterrando a cooperantes con la bandera de Naciones Unidas cubriendo sus cuerpos destrozados a golpe de misil, en Oslo premian una política que lleva años viviendo de mendigar aplausos en parlamentos extranjeros. No hay un símbolo más exacto de la época que vivimos: el mundo galardona al que encaja en su relato y olvida y castiga a quien lo contradice con hechos. Y el resultado es doblemente perverso porque legitima a una extrema derecha que desprecia la democracia cuando deja de servirle e ignora al único organismo que todavía encarna la definición literal de la paz. En cualquier manual serio de derecho internacional humanitario, eso es exactamente lo que el Nobel debería distinguir. Hay una diferencia moral abismal entre quienes apuestan por la injerencia y quienes cargan sacos de harina bajo fuego y los escombros. El Nobel debería reconocer eso y no lo ha hecho. En su lugar, ha condecorado a una mujer que ha convertido la tragedia venezolana en su plataforma personal, que desprecia el diálogo, que llama “libertad” a la sumisión colonial y “dictadura” a cualquier límite que afecte los privilegios de su clase. Conviene fijar los términos para no regalar coartadas. Venezuela no es una dictadura. Quien insista en ese rótulo se equivoca de diagnóstico; Venezuela se parece mucho más a lo que la literatura politológica denomina “autoritarismo competitivo”: un régimen donde existen instituciones y elecciones reales pero profundamente injustas, con arbitrariedades, inhabilitaciones y ventajas oficiales obscenas. Eso no es una dictadura militar cerrada ni un partido único sin urnas: es un híbrido que la oposición ha sabido usar para su show durante años. En 2021 hubo comicios regionales con observación europea y la oposición ganó algunos estados y alcaldías, y la propia misión de la UE habló de “mejoras” junto a deficiencias estructurales (arbitrariedad jurídica, uso de recursos del Estado, etc.). En 2025, con el boicot a las elecciones legislativas y regionales, el chavismo revalidó su control. Eso desmonta el “no se puede votar nunca” del catecismo opositor: a veces compiten, a veces ganan, y muy a menudo deciden no hacerlo.  Nombrar el régimen con precisión no lo vuelve aceptable: lo hace combatible con herramientas adecuadas. En un autoritarismo competitivo se construyen mayorías institucionales mesa a mesa; se documenta cada abuso; se litiga; se ganan espacios subnacionales; se protege al votante del barrio con una red de abogados, sindicatos y parroquias; se negocian garantías con verificadores internacionales y se evita el atajo narcisista del boicot. Cuando la oposición lo ha hecho -porque a veces lo ha hecho- en muchas ocasiones se ha salido con la suya; cuando han decidido refugiarse en la épica revolucionaria, siendo esencialmente contrarrevolucionarios, han perdido. Ese es el balance. María Corina Machado no es una disidente democrática, no es una liberal perseguida, ni es la heroína moral que necesita el país caribeño para deshacerse de la inoperacia del merluzo de Nicolás Maduro. Es una ultraderechista sin disimulo, una golpista que ha pedido abiertamente una invasión extranjera a su propio país, que ha celebrado las sanciones que llevan años hundiendo en la miseria a millones de venezolanos y que lleva dos décadas haciendo del clasismo una retórica patriótica. La mujer a la que se le ha dado el Nobel de la Paz ha defendido desruborizadamente el uso de la fuerza militar estadounidense para “liberar” Venezuela y ha aplaudido cada intento de derrocamiento del gobierno de su nación por la vía violenta. Premiarla equivale a bendecir la idea de que la paz puede imponerse con un portaaviones. Es la dinámica de fluidos del sistema, donde el ruido flota y el esfuerzo se hunde; los discursos ascienden por diferencia de densidad y los cuerpos que trabajan se quedan abajo, atrapados en el fango; todo orbita alrededor del mismo zumbido histérico. Da igual el campo: la política, la cultura, el fútbol o la paz; todo se comporta igual, todo responde a la misma física moral de la flotación. El mérito pesa demasiado para sobrevivir en la superficie, así que lo dejamos ir al fondo y coronamos al ruido, al rostro reconocible. Aplaudimos a la mosca y enterramos al buey y a esto lo llamamos civilización. Y disculpas a Dembelé, supongo, porque es el que menos culpa tiene de todo esto.

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