cupure logo
quecondelpsoeunacatalánparagazaquélas

Siempre conectados

Siempre conectados
Ahora, si no contestas un email en dos días, te insisten una y otra vez y enseguida puedes leer cómo se van poniendo nerviosos primero, desagradables después, faltones incluso. Si no contestas un wasap en un par de horas, lo mismo o peor. Y si, además, la otra persona ve que lo has leído y no has contestado, te arriesgas a perder la relación No quisiera dar la impresión de que soy un vejestorio de los que piensan que “cualquiera tiempo pasado fue mejor” como decía Jorge Manrique, pero hay días en los que me planteo seriamente la posibilidad de desconectarme por completo de todos los sistemas y redes de comunicación porque cada vez me doy más cuenta en mi propia carne de lo que nos está haciendo a los seres humanos esa locura que empezó más o menos con el siglo que estamos viviendo y que se acelera por momentos. Recuerdo con cariño y fascinación el primer email que envié y al que recibí respuesta casi inmediata. Yo estaba en Austria -por tanto muy lejos de España para las distancias de la época- (las distancias antes se medían en kilómetros y horas de viaje, y Austria estaba a dos días de coche de mi ciudad en España). Los kilómetros siguen siendo los mismos, unos 2.000, pero ahora, con suerte, en seis horas de vuelo con una escala puede una pasar de una casa a otra.  En aquella época no había mucha gente que supiera lo que era el internet y mucha menos que tuviese acceso a él. Yo acababa de recibir una cuenta en la universidad donde trabajaba y solo tenía tres direcciones de amigos con email, de modo que probé con uno de ellos, con uno de mis amigos del mundo de la ciencia ficción, con el más entusiasta en asuntos informáticos, que siempre que nos veíamos me hablaba de la importancia de internet y de cómo iba a revolucionar nuestra vida en cuanto todos tuviéramos acceso a ese reino de maravillas. Le escribí dos líneas y me contestó de inmediato. Aún recuerdo sus primeras palabras en las letras vibrantemente verdes sobre fondo negro de aquella pantalla voluminosa y extraña, como de película: “¡Bienvenida a la Red, internauta!” Fue un instante de eso que los aficionados a la ciencia ficción hemos llamado siempre “sense of wonder”. Fue eso exactamente, ese momento mágico, de asombro puro, que te pone la carne de gallina. Hasta ese momento yo solo me comunicaba con familia y amigos a través de cartas de papel y cintas de casette en las que contaba cosas de mi vida para que los que estaban en España supieran cómo me iba por mi nuevo país. El teléfono era casi imposible, los precios eran prohibitivos. Solo lo usábamos para emergencias o para felicitar el cumpleaños a gente muy querida durante un par de minutos, lo justo para poder oír su voz. De repente, sin embargo, había una forma de comunicarse que era rapidísima y además barata, siempre que la otra persona estuviese conectada también a la Red. Fue un flechazo. Y no me pasó solamente a mí. Fue un flechazo global. Luego… ¿qué les voy a contar? Internet se expandió como un virus que pensábamos que solo sería beneficioso. Luego llegó la telefonía móvil y los Smart Phones. Entonces, algunos -los de siempre- se dieron cuenta de que aquello podía servir para muchas cosas, entre otras, para atar, maltratar y sojuzgar a la población trabajadora y, lo mejor de todo, haciéndolo pasar por algo maravilloso. Antes, para trabajar uno tenía que ir a su puesto de trabajo. Lógico, ¿no? Uno estaba allí las horas estipuladas por contrato y, al acabar, se marchaba a casa. Los fines de semana la gente estaba libre (excepción hecha de las profesiones con guardias y turnos de noche, claro), las tardes/noches cada uno hacía lo que quería con su tiempo. Las personas amantes de la comunicación usaban parte de sus ratos libres para escribir cartas y postales y estar en contacto con gente que vivía lejos. Existían los “amigos epistolares”, los “pen pals” y se recibían cartas de Japón y de Australia, pero, cuando llegaban, a veces después de dos semanas de viaje, nadie pensaba que tenía que contestar “a vuelta de correo” como se decía antes, a menos que fuera urgentísimo. Pero no todo el mundo sentía esa ansia de comunicación que ahora nos han llevado a sentir, ni pensaba que tenía que estar trabajando a toda hora. Ahora podemos trabajar siempre. Siempre. En el despacho. En casa. En el transporte público. En el parque mientras juegan los niños. En la cocina mientras se van cociendo las lentejas. Podemos trabajar desde nuestro equipo fijo, desde el portátil, la tableta o… ¡maravilla! incluso el móvil, que no pesa y va siempre con nosotros a todas partes. Nos lo venden como una conquista. ¿No es maravilloso poder trabajar siempre -te dicen-, en todas partes, incluso cuando estás en un avión, volando a diez mil pies? También te pueden localizar siempre. Antes, cuando estabas de viaje, por ejemplo, no estabas localizable. Así de simple. Había que esperar a llegar a la ciudad de destino, al hotel, para poder escribir o llamar o poner un telegrama. Si ibas a distintas ciudades, podían enviarte las cartas a la “poste restante” donde te identificabas y te entregaban la correspondencia que hubieras recibido. Era una maravillosa sensación esa de “no estar” durante un breve tiempo. Estabas de viaje. Estabas fuera. Nadie podía alcanzarte, pedirte cosas, ponerte fechas. Era absolutamente celestial. Ahora, si no contestas un email en dos días, te insisten una y otra vez y enseguida puedes leer cómo se van poniendo nerviosos primero, desagradables después, faltones incluso. Si no contestas un wasap en un par de horas, lo mismo o peor. Y si, además, la otra persona ve que lo has leído y no has contestado, te arriesgas a perder la relación. Aquel sistema tan maravilloso que nos permitía estar en contacto con personas lejanas ha empezado a convertirse en un instrumento de tortura que te vigila, te espía, te controla. No es solo que puedas trabajar constantemente y que siempre sepan dónde estás y puedan llamarte o escribirte, es que, además, todo el mundo sabe mil cosas de ti, incluso si no eres aficionado a postear personalmente en ninguna red social. Postean los que te conocen. Hay fotos tuyas que no sabías que existieran en sitios que ya has olvidado, con personas con las que casualmente has coincidido en un encuentro y de las que no se puede inferir que fueran amigos o aliados tuyos. Antes, cuando se veía a alguien en una foto de grupo, posando para cámara, podía suponerse que se conocían, que tenían algo en común. Ahora ya no. Ahora todo el mundo toma fotos constantemente y las sube a las redes y tú sales en grupos, o de fondo, o casualmente cuando estabas en algún local tomando una caña sin saber que un momento después cualquiera que tuviese una cuenta en esa red social podría verte allí, en aquel bar, vestido de esa forma, charlando con esa persona. Y no solo eso, claro. Ahora también puede haber fotos y vídeos y audios totalmente falsos en los que sales tú aunque no hayas estado allí.  El maravilloso invento se ha convertido en un devoratiempo: un sistema que nos quita la libertad, el tiempo de ocio útil, que nos agobia, nos explota, nos hace sentirnos perseguidos hasta en la cama -¿cuánta gente tiene el móvil, con o sin sonido, en la mesita de noche?-, nos lleva a gastar horas y horas de ese tiempo precioso que tenemos sobre este planeta… ¿para qué? Para que muchos se hagan multimillonarios haciéndonos creer que se trata no solo ya de progreso y futuro, sino de libertad, que parece que es una de esas palabras que siempre quedan bonitas en los anuncios publicitarios. Y si lo dudan, echen un vistazo a su alrededor y cuenten las veces que se usa para vendernos todo tipo de cosas. No creo que todo pasado fuera mejor, pero sí creo que nos estamos dejando aplastar por algo que comenzó siendo bello, una gran oportunidad, y que ha acabado convertido en la peor arma de manipulación que ha inventado el ser humano.

Comentarios

Opiniones