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Contra el nacionalismo

La cuestión nacional y los nacionalismos constituyen el mayor y más persistente problema de España. Del proceso de nacionalización del Ochocientos, en torno a una ampliamente reconocida nación española, se pasó, a finales del siglo XIX y principios de la centuria siguiente, a una pugna entre esta nación y las naciones que estaban intentando construir o inventar los nacionalismos alternativos o periféricos, en especial el catalán y el vasco, pero también el gallego. Esta tensión recorrió el Novecientos. Todos los gobiernos y regímenes buscaron soluciones para dicho asunto: desde los estatutos republicanos hasta el Estado de las autonomías, sin olvidar la represión de los nacionalismos subestatales llevada a cabo por el nacionalismo español de la dictaduras de Primo de Rivera y de Franco. El Estado de las autonomías y los generosos autogobiernos regionales parecieron solventar el problema. A pesar de la continuada presión de los nacionalismos catalán y vasco – sin olvidar la terrible ofensiva de ETA contra la democracia y el autonomismo–, el régimen parecía sólido. Era una ilusión. Los desafíos independentistas del siglo XXI, en especial el 'procés' y sus actuales corolarios, obligan a repensar el modelo. El nacionalismo, en sus múltiples variantes y formulaciones, ha condicionado y sigue condicionando, en España, la política y la sociedad. Se encuentra en la base de innumerables conflictos y divisiones, de dos dictaduras, de los golpes de Estado fallidos de octubre de 1934 y de septiembre-octubre de 2017, de la Guerra Civil de 1936-1939 –junto a otros factores, evidentemente–, del adoctrinamiento y la corrupción pujolista o, entre otros, del terrorismo etarra de alta y baja intensidad. No se trata, sin embargo, de una excepcionalidad hispánica, como pone de manifiesto una simple mirada a la Europa de los siglos XX y XXI, con dos grandes y devastadores conflictos mundiales o la más reciente invasión rusa de Ucrania. El nacionalismo es la guerra, aseguró François Mitterrand en 1995, en un famoso discurso. Los europeos tomaron nota de sus peligros en la segunda mitad del Novecientos. En España, en cambio, ha existido una cierta banalización de los riesgos y amenazas del nacionalismo desde la Transición democrática. Y se han interiorizado su normalidad e, incluso, sus lógicas. Un par de elementos han condicionado la mirada sobre dicho fenómeno: el nacionalismo franquista y su apoderamiento de los símbolos de la nación, que impidieron o frenaron su normalización posterior en democracia, y, asimismo, las relaciones ambiguas entre los nacionalismos periféricos y los demás grupos políticos –primero de izquierdas y, más adelante, también de derechas–, que los consideraron como compañeros de viaje antifranquista. A su legitimación democrática siguieron enormes concesiones, tanto en la Transición como ulteriormente, que hoy, gracias a la deslealtad mostrada una vez tras otra, seguimos pagando –y no solo en el terreno económico–. Sorprende la facilidad con la que se ha asumido como normal e inocuo el discurso nacionalista. En los últimos cincuenta años hemos asistido a la inoculación y consolidación de algunas ideas que no son únicamente falsas, sino harto perversas. Quizás estén más naturalizadas en aquellos territorios donde existen nacionalismos fuertes, como Cataluña y el País Vasco, pero han penetrado también en los demás. Consiste la primera en distinguir entre buenos y malos nacionalismos. Entre los primeros se encontrarían los periféricos o, como mínimo, una buena parte de ellos –no evidentemente el independentismo vasco terrorista o algunas facciones procesistas catalanas–. Son considerados modernos y cívicos. En cambio, el nacionalismo español cae siempre del lado negativo, ya sea el franquista o el de algunos sectores de derechas, tildados de regresivos y peligrosos. La distinción es artificial e ideológica. No existen nacionalismos buenos. Resultan perniciosos sin excepción, con sus imposiciones, sus exclusiones y su tendencia natural al conflicto. Todos somos nacionalistas, reza el enunciado de la segunda de las ideas en cuestión. De un nacionalismo u de otro, pero todos nacionalistas. Lo he escuchado en muchísimas ocasiones: si uno no se declara nacionalista catalán es considerado, automáticamente, un nacionalista español. No existe otra alternativa. Se trata de un argumento esencialmente nacionalista. Los nacionalistas no conciben un mundo sin nacionalismo. Y, en los últimos tiempos, ayudados por una peculiar adaptación de los argumentos de Michael Billig sobre el denominado nacionalismo banal, lo hallan por todas partes. Respetar el himno o la bandera de España o apoyar a la selección de fútbol parece serlo. Es un disparate, aunque lo avalen sesudos investigadores y profesores. Interiorizar el discurso nacionalista es un error. En 'Identidades proscritas' (2006), sostenía Juan Pablo Fusi que el no nacionalismo, que no debe confundirse con el antinacionalismo –aunque los nacionalistas crean, en su obnubilación, lo contrario–, puede ser una forma de identidad comunitaria. Debemos reivindicar en todo momento nuestro derecho a vivir fuera del nacionalismo. Finalmente, en esta triada de formulaciones interesadas y altamente torticeras, destaca la consideración como sinónimos del nacionalismo y el patriotismo. Constituye otro argumento de origen nacionalista que ha calado en España, fomentado por un buen número de historiadores, politólogos, opinadores, periodistas y políticos. Estamos ante una errónea y distorsionadora tesis. No faltan aquellos que aseguran que llamarse patriota es una manera subrepticia de esconder el nacionalismo. Podría resultar así en algún caso, mas no es ni necesaria ni adecuadamente cierto. El amor a la patria, como bien ha mostrado Maurizio Viroli, no se expresa ni se ha expresado siempre necesariamente a través del nacionalismo. El patriotismo, compatible con la libertad y la justicia, es anterior y puede erigirse en un efectivo antídoto contra los efectos del nacionalismo. No es excluyente. Distintos patriotismos, de lo nacional a lo local, son perfectamente compatibles, pero no varios nacionalismos. También el vasquismo y un cierto catalanismo, antes de morir asesinado por el independentismo procesista, fueron patriotismos. Aquello que va del patriotismo al nacionalismo pasa casi siempre por la homogeneidad, el rechazo del otro y la agresión, sea esta física, verbal o simbólica. El nacionalismo es un deporte de combate, potencialmente totalitario. No existe sin violencia ni enemigos. Amar a nuestro país, a nuestra patria o a nuestra nación –que cada cual elija, en este punto, los términos– no nos convierte en nacionalistas. La querencia a España, Cataluña, el País Vasco o Galicia no supone, inexorablemente, nacionalismo. Son los nacionalistas los que pretenden que lo sea. Frente a todos ellos –español, catalán, vasco o gallego– se impone resistir. Aunque el patriotismo pueda derivar en nacionalismo en determinadas circunstancias particulares, incluso excepcionales, siempre con el conflicto y la agresividad de fondo, no es lo mismo ni por tendencia ni por definición. Revaloricemos desacomplejadamente lo patriótico. Y tengamos cuidado con la lengua nacionalista. Como aseguraba el novelista y ensayista francés Albert Camus : «Amo demasiado a mi país para ser nacionalista».
abc.es
hace alrededor de 7 horas
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