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En Roma no hay vuelta atrás

Cuando León XIV apareció en la logia central de la basílica de San Pedro , en su primer mensaje a la Iglesia y al mundo, con una sencillez que no necesitaba mostrar, hizo una confesión que pudiera parecer banal o evidente, pero no lo era. «Soy hijo de san Agustín, soy agustino –señaló–. Él dijo: «Con ustedes soy cristiano, para vosotros, obispo». Que caminemos todos juntos hacia esa patria que Dios nos ha preparado». Entonces recordé que, en los últimos momentos de su vida, Jean-Francois Lyotard, el pensador que había contribuido como pocos a asentar la bases de eso que entendemos por la posmodernidad, escribió un precioso y complejo texto que tituló 'La confesión de Agustín'. Más allá de los juegos lingüísticos y estéticos, en este estremecedor ensayo de pasiones humanas e intelectuales, Lyotard confesó los orígenes agustinianos del mito de la 'modernidad' y su influencia en el consiguiente mito de la 'posmodernidad'. Al colegio cardenalicio, y esta también es una enseñanza que se puede demostrar desde el punto de vista de las pruebas históricas, le asiste una inteligencia implícita que escudriña, a la hora de elegir al sucesor de Pedro, las corrientes profundas de la historia y de la humanidad. Los creyentes entendemos que esta inteligencia sentiente, con permiso de Zubiri, forma parte de eso que llamamos la asistencia del Espíritu Santo, que juega siempre en el terreno de la relación entre naturaleza e historia y gracia, verdad y libertad. Esta asistencia particular, u olfato para los cambios en la configuración del deseo humano y de las sociedades, nos habla de la continuidad temporal del pontificado, de los ciclos papales. En este sentido, no se puede negar que la Iglesia ha aportado al mundo en la época contemporánea una serie de papas que han sabido estar a la altura los retos de la historia. La elección de León XIV, la carga simbólica de ese momento inicial de su presencia como sorpresa, no se debe interpretar en las reduccionistas claves de no poca de la dinámica mediática, dialéctica. Ya sé que en este mundo ya no existen los hechos, sino las interpretaciones. Pero ahí está León XIV. Que si continuismo o no con el pontificado del Papa Francisco, que si progresista o conservador, que si de derechas o de izquierdas, categorías nacidas de la Revolución Francesa, cuando la Iglesia ya llevaba muchas horas de vuelo en la historia. Tampoco debemos interpretar esta elección desde las pretensiones, mayormente políticas, de quienes han pretendido, pretenden o pretenderán instrumentalizar a la Iglesia y al Papa para sus fines de poder, de control o de adormecimiento social, apropiándose incluso de su persona o personalidad, por mucho que puedan entender que se les da motivos. Quien, también en la Iglesia, siga necesitando que León XIV le dé la razón al Papa Francisco, o se la quite, no entiende ni lo que hizo el Papa Francisco ni lo que hará León XIV. Los cardenales electores han sido conscientes de que, incluso dentro la Iglesia, con Francisco se ha producido un cambio biológico. Las generaciones del Concilio y de las lógicas de los 60, 70 y 80 ya no están o están en retirada. El mismo León XIV es ya de otra generación, de otra época. Elevemos la mirada, afinemos la perspectiva para desentrañar el nombre, quién es el hombre, los primeros gestos, las primeras miradas, las primeras palabras, el amor primero que el Papa nos regala. Uno de los teólogos más importantes de la época contemporánea, Hans Urs von Balthasar, insistió en varias ocasiones en que cuando el mundo se vuelve problemático, los cristianos hemos asumido la responsabilidad de la forma del mundo. Lo hicieron Benito de Nursia, lo hizo Agustín de Hipona, lo hizo León XIII, ¿acaso dudamos que no lo va a hacer León XIV? ¿Qué significa en este momento asumir la forma del mundo? Francisco lo repetía con insistencia: vivimos no en una época de cambios, sino en un cambio de época, en un tiempo eje, en acertada expresión del filósofo Karl Jaspers. Lo viejo no acaba de morir; lo nuevo no acaba de aparecer, aunque ya enseña su potencia. Benedicto XVI nos alertó de que la Doctrina Social de la Iglesia, que desplegó por primera vez León XIII, tenía un primer reto, la cuestión antropológica. La modernidad está en sus estertores, la sociedad secular ha mutado en pluralismo de ofertas de sentido, la cristiandad acaba de ser enterrada, incluso por el colegio cardenalicio. La desaparición de la cristiandad no es una objeción, es una oportunidad para recuperar lo genuino de la fe. San Agustín, hombre entre dos tiempos, testificó cómo el Imperio Romano se deshacía y el nuevo tiempo se imponía por la fuerza, la violencia, un nuevo orden emergía del desorden. Sin embargo, el deseo del corazón del hombre, su interioridad, es la misma y la necesidad de los bienes comunes, conceptos sobre los que se sostiene la Doctrina Social de la Iglesia y la teoría política, son comunes y necesarios para la convivencia. ¿Quién no persigue lo que considera bueno? La secularización es una forma de buscar el significado de la vida. La Iglesia, entre sus muchos problemas en la relación con el mundo, tiene el de la confianza. La confianza es saber que el otro hará lo que esperas que haga. Ya saben lo que dijo Lenin: «La confianza es buena, el control es mejor». Llevamos muchos siglos aprendiendo lo que es la desconfianza, no la confianza. La persuasión de la propuesta cristiana genera confianza en un mundo de desconfianza, condición, por cierto, de credibilidad. Y en este sentido, un medio privilegiado para generar confianza es el de narrar historias. León XIV nos contará también una historia que habla no de una moral sino de una persona, un acontecimiento, un encuentro. El filósofo Mark Lilla , sin pretenderlo, nos lo ha explicado en uno de sus últimos libros. Habla del «relato del mundo que hemos perdido», de esa modernidad que ha querido certificar la muerte de la trascendencia. «Pero –escribe Lilla–, ¿de qué sirve imaginar que la cristiandad medieval fracasó, la reforma fracasó, la Europa confesionalizada fracasó y la modernidad occidental está fracasando, como si las civilizaciones atravesaran periodos discretos definidos por un solo proyecto? La vida no funciona así; la historia no funciona así. (…) La lección de san Agustín sigue siendo tan oportuna como hace mil quinientos años: estamos destinados a construir nuestro camino conforme avanzamos. Y el resto está en manos de Dios». Nuestra época es rica en búsqueda de sentido y en amistades. La lección de León XIV parece clara. Hagamos amistad con él y con su compañía.
abc.es
hace alrededor de 18 horas
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