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El León sosegado

Por más que las estadísticas registren la existencia de mil cuatrocientos millones de personas bautizadas, cunde incluso dentro de la propia Iglesia la extendida opinión de que el catolicismo está en horas bajas. Influye en esa crisis de confianza la incontestable realidad sociológica de una Europa intensamente secularizada y cada vez más ajena a sus tres corrientes de inspiración básicas: la filosofía griega, el Derecho romano y la tradición religiosa judeocristiana. La fe contemporánea se sostiene hoy sobre el crecimiento en África, Latinoamérica y Asia, basado en gran medida en una devoción popular que los teólogos posconciliares desdeñaban por su indiscutible componente de sentimentalidad primaria. Sin embargo, pese a esas evidencias contrastadas, pocos acontecimientos –quizá sólo las elecciones norteamericanas– suscitan en la actualidad la expectativa planetaria del cónclave en que la nomenclatura eclesiástica escoge entre sus miembros un nuevo Papa. En esa relevancia tiene mucho que ver el sentido del espectáculo de la liturgia vaticana, cuya colorida parafernalia está diseñada desde hace siglos para generar una curiosidad de connotaciones casi mágicas. El ritual de una monarquía electiva que decide su liderazgo en una reunión a puerta cerrada, en el escenario sobrecogedor de la Capilla Sixtina, y proclama al mundo su veredicto mediante el ancestral, rudimentario método de una humareda blanca. Nadie que haya asistido alguna vez a ese momento, sea en la plaza de San Pedro o a través de la retransmisión televisada, queda inmune a la emoción de la célebre fumata, que este año han presenciado además los miles de peregrinos del Jubileo desplazados a Roma para entrar en la basílica, precedidos de cruces de madera, por su imponente Puerta Santa. Se trata de uno de esos eventos memoriales que dejan una sensación de historicidad imborrable a la que no es capaz de sustraerse nadie, sean cuales sean sus convicciones particulares. Un ceremonial fascinante que contrasta con la creciente dificultad de la Iglesia para abrir paso a su mensaje en una sociedad compleja cuyas prioridades vuelven a menudo la espalda a las cuestiones espirituales para concentrarse en la resolución inmediata de problemas, conflictos y amenazas que en los últimos tiempos se han vuelto decididamente graves. En ese contexto, la elección de un nuevo Pontífice deviene a la vez en esperanza e interrogante. Esperanza de una iluminación moral capaz de contribuir a la paz e introducir valores humanísticos en los debates globales; interrogante sobre la idoneidad del elegido para trazar el rumbo de una gigantesca institución afectada por los mismos males –polarización, choques culturales, ruptura de la convivencia, radicalismos intolerantes– que afligen al mundo del que forma parte, pero obligada además a afrontarlos sin otro poder que el de la eficacia de sus mensajes. Así es el reto del Santo Padre recién electo: una gestión de crisis que funcione tanto hacia afuera como hacia dentro. En el plano exterior, el establecimiento de criterios sin aristas que permitan la misión mediadora de arbitraje geoestratégico; en el interno, la recomposición de un consenso doctrinal para los fieles y para el clero, cuya división y/o confusión respecto a la interpretación actual de los Evangelios se ha hecho más patente de lo que la disciplina jerárquica ha dejado al descubierto. Las congregaciones precónclave, las asambleas previas donde los cardenales definen los rasgos idóneos del candidato, han manifestado la necesidad imperativa de reparar las grietas de desacuerdo que durante la etapa de Francisco habían puesto incluso la unidad de la Iglesia en aprietos. Sobre todo en Alemania y Estados Unidos, donde la sombra de un cisma ha llegado a ser algo más que una conjetura de riesgo. La rápida mayoría aglutinada por León XIV sugiere que el colectivo cardenalicio tenía prefigurado su perfil desde el principio. Un moderado cercano a su antecesor –que lo llevó a la Curia y puso en sus manos el crucial Dicasterio de los Obispos– pero mejor formado y más leído, con experiencia misionera y el prestigio filosófico y docente de los agustinos, parece a priori la figura adecuada para dirigir la comunidad católica por un sendero de pragmatismo reformista sin episodios disruptivos, con el tacto pastoral y el equilibrio político que algunos sectores han echado de menos en Francisco. Prevost, americano de ascendencia europea, no tiene la cercanía parroquial de Bergoglio ni la profundidad teológica con que Ratzinger combatió el relativismo, pero sí una perspectiva de conjunto avalada por su ecléctico currículum y por una identidad forjada en el mestizaje cultural y social de dos continentes distintos. Su hoja de ruta está por definir pero la impresión dominante es la de un continuismo tranquilo, matizado por un estilo refractario a estridencias, improvisaciones y cambios bruscos de ritmo. Sus primeras intervenciones en el balcón de San Pedro y en la misa de la Sixtina quedan a salvo de cualquier escrutinio sobre su fidelidad a los fundamentos dogmáticos. La posición eclesial sobre el derecho a la vida o la defensa de la dignidad humana no ha variado por mucho que ciertos círculos integristas acusaran a Francisco de alejarse del núcleo doctrinario cristiano. A su sucesor se le han oído pronunciamientos contrarios a la supresión, siquiera puntual, del celibato y desfavorables a la incorporación femenina al diaconado, aunque en su mandato curial ha incorporado a varias mujeres en altos cargos. Se le conocen asimismo opiniones en defensa de la armonía medioambiental, de la diversidad de la Iglesia y del proceso de escucha sinodal abierto por su antecesor para comprometer en las decisiones de gobernanza al episcopado, a los religiosos y a los laicos. Su encontronazo con Trump a propósito de los emigrantes armó un ruido que probablemente quede mitigado por la obvia obligación de procurar imprescindibles acercamientos diplomáticos. No sólo en la búsqueda de esa paz «desarmada y desarmante» que mencionó media docena de veces en su alocución inicial, sino también por un factor más prosaico: un significativo porcentaje de los ingresos financieros de la Santa Sede proceden de los poderosos 'lobbies' católicos norteamericanos. En todo caso, quienes apuestan por un león orgulloso y rugiente pueden acabar decepcionados si no recuerdan que el sermón de la Montaña no bendice a los soberbios sino a los mansos. Todo eso habrá de verse a medida que el tiempo avance. Donde no hay margen de duda es en el énfasis sobre los problemas sociales, patente en la elección de su nombre pontifical con la clara referencia al primer Papa que en plena revolución industrial tuvo el coraje de reclamar los derechos de los trabajadores en una encíclica memorable. En esta época, la apuesta por la reducción de las desigualdades implica la misericordia y la caridad –en el sentido etimológico y evangélico de amor al prójimo– con los desheredados, los sin techo, los perdedores de la transición digital y muy en especial los inmigrantes. La sensibilidad de acogida es parte del programa que Bergoglio ha dejado en herencia: la Iglesia de los pobres, la Iglesia de los excluidos, la Iglesia de la calle. Y no hay vuelta atrás posible porque ese legado se ha convertido ya en un mandato moral inexcusable .
abc.es
hace alrededor de 11 horas
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