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Quien la conoce de verdad lo sabe

UN compañero de trabajo, de Dos Hermanas, me hizo una confesión el otro día que me resultó sorprendente: lleva prácticamente toda la vida sin pisar la Feria de Sevilla porque, según dice, no tiene dónde entrar ni caseta a la que lo inviten. El miércoles, bajando a la Feria en Metro, una guiri me preguntó si entrar en el recinto ferial costaba dinero. La exclusividad y el carácter privado de la Feria se han convertido en el principal reproche para los escépticos de esta fiesta, y este reproche ha acabado cuajando en una imagen de la feria antipática, elitista y clasista para muchos foráneos que prefieren antes otros formatos como los de Málaga o Córdoba. Quizá por haber echado los dientes de leche en la Feria, he aprendido a desenvolverme en ella con la solvencia necesaria para afirmar que, al contrario de lo que muchos objetan, encuentro pocas fiestas que resulten más acogedoras que esta. Pero para apreciarlo debes haber vivido la Feria desde muy pequeño, haber asimilado su ciencia, sus códigos antropológicos, los itinerarios más apropiados de su mapa invisible, que uno aprende casi por instinto, como quien sabe montar en bici o nadar. Después de toda una vida de vivencia y convivencia en el real, durante la que mis padres prácticamente sustituían su casa por la caseta, uno aprende a desarrollar habilidades para manejarse en la feria, o más propiamente, para dejarse llevar. Dejarse llevar es el término más preciso para definir el flujo individual en una fiesta a la que uno debe entregarse y dejarse seducir, sin más. Cuando uno entra en la feria nunca sabe cuándo saldrá, y esa es una verdad incontestable. Como lo es que, en realidad, no existe una única feria, sino muchas: hay una feria de casetas privadas donde no es posible pagar nada, porque todo corre a cuenta de los titulares; casetas con paisajes de nécoras y bogavantes, con presencia de personas importantes y con largos apellidos compuestos, en las que siempre huele a pomada. Pero también hay una feria de casetas de tiesos, con tortillas de patatas finas como radiografías, montaditos de lomo en pan de anteayer y jarras aguadas de rebujito. Están las ruidosas casetas de los distritos, que es lo menos parecido a la feria, y está también, y sobre todo, la calle, el real, donde todo se hermana y fluye, porque el albero es, en realidad, un río. Cuando uno se deja llevar puede acabar en alguna caseta de la pomada, o bien en alguna caseta tiesa, en una recepción institucional o incluso, quién sabe, montado en la noria grande de la Calle del Infierno. Al día siguiente duele el cuerpo, el alma y el bolsillo, pero en el fondo te sientes satisfecho: una vez más la viviste, una vez más te sedujo, te llevó en volandas, te enseñó sus secretos. Quien la conoce de verdad lo sabe.
abc.es
hace alrededor de 7 horas
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