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Cremas en el mar

Cremas en el mar
Seguimos comprando productos químicos que ni siquiera sabemos lo que contienen y entrando felizmente al mar –que es de todos– dejando nuestra basura flotando por ahí para que entre libremente en el organismo de animales y humanos por igual Hace poco escuché una conversación que me resultó preocupante. Dos mujeres de unos cuarenta años estaban hablando sobre los productos de belleza que usan habitualmente, y mucho más en verano, además de los que obligan a usar a sus hijos y a sus maridos o parejas. Entre los segundos se contaban bloqueadores solares y cremas protectoras de la piel –“tengo a los niños blancos, blancos, de tanta crema que les pongo”, risas, risas–, cremas hidratantes para la cara (de los maridos) –por las arrugas–, para el contorno de ojos –por las ojeras– y cremas corporales reafirmantes después del gimnasio. También se hablaba de una crema milagrosa que regula la sudoración de manera que, justo cuando parece que vas a explotar en sudores, contiene el ataque y con una pasadita de pañuelo de papel quedas perfecta, incluso si vas maquillada. En seguida pasaron a hablar de eso, de todas las cremas que se echan una tras otra: hidratantes, serums, las que tensan la piel, las que nutren y enriquecen, las que rellenan… y, como no podía ser de otro modo estando en una peluquería, el gran tema entró cuando cambiaron a todo lo que se le puede hacer al cabello para protegerlo y embellecerlo en verano: aceites protectores, cremas nutritivas, mascarillas, serums para raíces, para puntas, para cuero cabelludo, para conservar el color, para dar brillo, para alisar, para que las ondas sean perfectas, para que el cabello no se reseque con el cloro o la sal, para que no se queme con el sol y el secador y la plancha o las tenacillas… Química, química por todas partes. Se me ocurre comentar: “Pero luego el agua quedará hecha un asco con tantas cremas, ¿no?” y me contestan, con auténtica cara de conmiseración, como si pensaran que soy tonta sin remedio, que todos los productos se lavan y se van por el desagüe. Insisto: “Me refiero, sobre todo, al agua de la piscina o, mucho peor, a la del mar”. Me miran atónitas, sin entender cuál es mi problema. “Bueno… en las piscinas sí que puede ser que quede un poquito de aceite flotando, pero… ¿el mar? ¿Qué pasa con el mar? Y poniéndote esas cremas se te queda un pelo tan suave, tan bonito… y huele tan bien…”. Las demás mujeres presentes cabecean su aprobación bajo la mirada complaciente del peluquero que está haciendo cajitas con diferentes productos capilares que sus clientas pasarán a recoger por la tarde antes de irse de vacaciones de verano. No sé si es que nos estamos volviendo cada vez más irreflexivos, o que no nos damos cuenta de las contradicciones de nuestra sociedad, o es que de verdad nos da igual lo que pase con el medio ambiente que nos rodea. ¿De verdad creen que da igual lo que le echemos al mar, siempre que nuestro pelo siga estando suave y brillante? ¿No encontrarían más sensato que sus hijos jugaran bajo el sol a las horas de menor intensidad en lugar de embadurnarlos de crema y dejarlos bañarse a mediodía durante horas mientras van dejando en el agua todo el pringue protector? Parece que no se lo plantean y eso es algo que yo no puedo evitar pensar con frecuencia. Lo estamos llenando todo de microplásticos –ya se han identificado incluso en el interior del cuerpo humano–, sabemos perfectamente que hemos cambiado el equilibrio climático de nuestro planeta para peor y que vamos a tener muchos problemas en el futuro; somos conscientes de que es necesario que todos pongamos de nuestra parte para tratar de frenar la salvaje contaminación que acabará por destruirnos a todos, si no a nuestra generación, a las siguientes. Y, sin embargo, seguimos comprando productos químicos que ni siquiera sabemos lo que contienen y entrando felizmente al mar –que es de todos– dejando nuestra basura flotando por ahí para que entre libremente en el organismo de animales y humanos por igual. Las mismas personas que se escandalizarían si alguien defecara dentro del mar, tanto si es un niño como si es un adulto, se bañan cubiertas de todo tipo de aceites que brillan al sol y huelen de maravilla y así van dejando su rastro iridiscente entre las olas en manchas de grasa que flotan en la superficie y que nos tragamos todos al nadar o jugar con el agua. Los animales que viven allí, que están tranquilos en su hábitat, tienen que aguantar nuestros desechos que, además, ni siquiera son orgánicos ni biodegradables. Todo para que a las humanas no se les reseque el cabello y luzca primoroso cuando se arreglan por la tarde para salir a cenar. Tiramos toneladas de papel higiénico que también acaba contaminando los mares, plásticos de todas clases, detergentes, jabones, perfumes, antibióticos… Nos hemos vuelto tan limpios, cuidadosos y amantes de la estética que nos duchamos constantemente, usamos diferentes clases de cremas y productos para las diferentes partes del cuerpo (porque no es lo mismo la crema de manos que la de pies, ¡qué va!), nos aplicamos antitranspirantes y desodorantes para podernos poner perfumes una vez que hemos conseguido no oler a nada, limpiamos una y otra vez los objetos que usamos, echamos a la lavadora ropa que solo hemos usado una vez, tiramos al suelo del baño de los hoteles gruesas toallas blancas que nada más han servido para secarnos después de una ducha… ¿Nos hemos vuelto locos de verdad? Sabemos que estamos destruyendo el único lugar donde podemos vivir y, sin embargo, seguimos rizando el rizo, alegremente, sin ningún tipo de control, poniéndole mala cara a quien se da cuenta y nos lo reprocha. En algún momento del futuro, si se conserva memoria de nuestra civilización, quizá se diga que quedó destruida porque nos volvimos decadentes, y quizá los humanos de entonces, nuestros descendientes, no acaben de entender a qué se refieren (igual que me pasaba a mí cuando en el instituto hablaban de que la civilización romana cayó por decadencia). Ahora, poco a poco, empiezo a comprenderlo. No necesitamos tantas cremas, tantos productos químicos, tantos fármacos, tanta ropa… pero nos gusta comprar, nos gustan esos frascos maravillosos, perfumados, de hermosos diseños, nos hace ilusión que nos recomienden pequeños milagros que nos pondrán más guapas, más jóvenes, más seductoras, nos hace ilusión creer que podría ser verdad, aunque sepamos que no es cierto. Estamos convirtiendo este hermoso planeta en un vertedero gigante. Lo sabemos. Sabemos también que no podemos hacer mucho a gran escala, pero sí podemos hacer pequeñas cosas, como lo de no lavar la ropa hasta que no está sucia, o no llenarnos de aceite cuando vamos a compartir el agua del mar con sus habitantes naturales y con otras personas. Quizá solo tengamos que caer en ello y ver más allá de la publicidad y los consejos que leemos en redes sociales.
eldiario
hace alrededor de 8 horas
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