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Dominic Cummings: el big bang del tecnopopulismo

Dominic Cummings: el big bang del tecnopopulismo
La vida tiene sorpresas. El populismo tecnológico no nació en un garaje de Palo Alto Cuenta Walter Isaacson, en su biografía de Elon Musk que cuando este decide sentarse en un restaurante con Peter Thiel, en un encuentro que daría lugar a la fundación de PayPal, pasa a buscar a su futuro socio en un flamante McLaren. «¿Qué es capaz de hacer este coche?», le preguntó Thiel. «Fíjate», propuso Musk. Pisó a fondo el acelerador y en la primera curva el eje trasero se rompió, el coche dio vueltas, chocó contra un terraplén y voló por el aire. Los dos salieron ilesos del accidente, incluso Thiel a pesar –libertario irredento– de no llevar puesto el cinturón de seguridad. A miles de kilómetros de allí, en la ciudad de Londres, un nerd con chaleco reflectante, similar a los amarillos de la ira francesa, cruzaba a diario un puente del Támesis. Algunos años después, con un chaleco idéntico y, posiblemente, la misma bicicleta, Dominic Cummings, entraba y salía de Downing Street siendo el hombre más poderoso del Gobierno después del primer ministro, Boris Johnson, gracias al ¿éxito? del Brexit. Atendiendo a su indumentaria –en esto, Elon Musk no es más cuidadoso: en el Despacho Oval su vestuario parecía homenajear a la turba que invadió el Capitolio–, una columnista de The Guardian escribió que era raro verle sin el chaleco del mismo modo que casi nunca le han faltado “las actas de un plan secreto para socavar la democracia”. En este rol hay que reconocerle su condición de vanguardista. No solo lo destaca un medio progresista, The Economist no es neutro: «Algunos euroescépticos quieren poner una bomba en Whitehall [la calle que representa el centro del gobierno británico] para acelerar el Brexit; Cummings quiere acelerar el Brexit para poder poner una bomba bajo Whitehall». ¿Quién es realmente Dominic Cummings? Antes del Brexit, en 2016, no era aún una figura pública aunque se movía con agilidad en la trastienda del poder. Estudiante notable de Historia Antigua y Moderna en el Exeter College de la Universidad de Oxford, un profesor lo describe como un alumno muy superior al nivel de Boris Johnson, quien había pasado por las aulas de la escuela unos años antes, pero acota: «Cummings estaba lleno de ideas y nunca le convencía ningún conjunto de opiniones. Tenía algo de Robespierre, alguien decidido a derribar lo que no funciona».  Uno de los espejos en los que se observa Cummings es la figura de Peter Thiel, al punto de hacer una profesión de fe estar siempre a la contra. El título de la biografía de Thiel, The Contrarian de Max Chafkin, le define bien; su contenido, no tanto. Cumming tiene capacidad creativa pero es incapaz de gestionar los proyectos.  Después de unos años en la Rusia poscomunista volvió manejando la lengua e incorporando a Dostoievski y Tolstoi entre sus autores de cita permanente, pero el regreso lo marcó el fracaso rotundo con el intento de llevar adelante una pequeña empresa de aviación. No le importó: en el Reino Unido encontró causas para desarrollar su pulsión disruptiva. Aún no había cumplido los treinta años cuando se puso el frente de Business for Sterling, una organización financiada por empresarios británicos en contra de la entrada del euro en el Reino Unido. La campaña «Europa sí. Euro no» disuadió a Tony Blair de celebrar un referéndum sobre la adhesión de Gran Bretaña a la moneda única. Este éxito le permitió acceder al puesto de director de estrategia de los tories pero acumuló tal número de enemigos que en ocho meses se encontró en la calle aunque por poco tiempo: se puso a militar activamente en la compaña contra la Constitución Europea.  Como Robespierre no se permite un respiro, en esta experiencia tomó nota de la magnitud de los temores que suscita el proyecto europeo en algunos sectores de la sociedad inglesa. Guarda pero no pierde de vista ese cuaderno de apuntes y en 2007, el conservador Michael Gove, secretario de Educación, lo nombra asesor especial, cargo que le permite a Cummings entrar por primera vez en el Gobierno y quedarse allí hasta 2014.  Craig Oliver, exjefe de comunicación de David Cameron dice que hay una idea instalada de que Cummings hizo una buena gestión en Educación pero asegura que su trabajo no pudo ser peor. La coalición de conservadores y liberales, entonces, tendría que haber desarrollado un programa de reivindicación de las escuelas públicas y, sin embargo, durante el combativo mandato de Cummings, «casi nadie en este país sabía qué eran. Lo que sí sabían era que estábamos en guerra con el sistema educativo». Como disidente, sentencia Craig, Cummings podía «atacar al establishment sin consecuencias y luego retirarse».  En aquellos años quedó constancia de su mantra para gestionar la administración: las reglas están para romperse. Los políticos de Westminster tienen poca imaginación, escribió en su blog: «No pueden imaginar algo como Stalin (...) asesinando deliberadamente a millones de personas», escribe Cummings, «del mismo modo que no pudieron imaginar a Donald Trump como presidente ni el Brexit. Ven el mundo», sigue, «desde su propia perspectiva particular sin darse cuenta. El reto consiste en salir de la pequeña hoja en la que se encuentran y ver el bosque que los rodea».  En la casa de este hombre, que reprocha a Margaret Thatcher no haber sido «lo suficientemente revolucionaria», llamaron un día a la puerta para que separase el Reino Unido del resto de Europa. Cogió el hacha y cambió la historia al menos para un par de generaciones con uno de los sofismas preferidos, precisamente, de Thatcher: todos los problemas de Inglaterra vienen de la Europa continental.  Cummings no ve el Brexit como un fin en sí mismo, sino simplemente como una oportunidad para otros planes que, en la línea de los grandes disruptores del Silicon Valley, consiste en dar vuelta el sistema. En su blog no describe la tierra prometida pero sí la oportunidad de alcanzarla: cita abiertamente a Lenin —«a veces no pasa nada en décadas, y a veces pasan décadas en semanas»— y comparte la visión de Milton Friedman de que «solo una crisis, real o percibida, produce un cambio real. Cuando se produce esa crisis, las acciones que se emprenden dependen de las ideas que estén disponibles». ¿Qué tenemos para hoy? Tomar otra vez el control (Take Back Control), el grito de guerra con el que empujó a más de la mitad de los ciudadanos británicas a salir de la Unión Europea.  Cambridge Analytica, financiada por el magnate Robert Mercer, quien después apoyó a Trump con la misma usina de información fake, daba sus primeros pasos con Steve Bannon al frente pero no colaboró directamente con Cummings, ellos promovieron el Brexit con la figura de Nigel Farage. El gran hallazgo de Cummings que cambió la historia fue descubrir el poder del algortimo a través de AggregateIQ, una pequeña start up canadiense, la cual con solo cuatro millones de libras, consiguió producir miles de millones de mensajes a través de Facebook y Twiter. Las consignas fueron dos, simples y directas. Turquía entrará a la UE y llegarán 70 millones de turcos al Reino Unido fue la primera. La otra: frenar los 350 millones de libras que cada semana se van a Europa y destinarlos a la salud pública. La población turca es de 76 millones y, en el caso de que alguna vez ingresen a la comunidad es difícil que todos sus habitantes crucen el canal de Suez. Por otra parte, los 350 millones de libras denunciados ocultaban los descuentos concedidos por Bruselas desde los tiempos de Thatcher y todas las ayudas que recibía el Reino Unido. No es difícil de explicar pero sí muy sencillo convertir a Europa en el chivo expiatorio de los resultados de décadas del sangrante neoliberalismo británico. Como quedó demostrado y Cambridge Analytica volvió a poner a prueba después con Trump en Estados Unidos, el algoritmo puede guiar al pueblo.  Brexit: The Uncivil War, la película que reconstruye la epopeya de Dominic Cummings a quien interpreta Benedict Cumberbatch, se abre con un monólogo de Cummings en el que afirma que todos saben quién ganó pero nadie sabe cómo. Es la punta del iceberg. Al profundizar, al llegar al problema y desentrañarlo, surge otro enigma: ¿dónde nos lleva ese triunfo? La covid nubló con su tragedia el mandato de Boris Johnson donde Cummings ejerció de «mago del Kremlin», como Vadim Baranov con Putin, Bannon con Trump, Santiago Caputo con Milei o Miguel Ángel Rodríguez con Díaz Ayuso, pero sin poder avanzar con su proyecto. La pandemia acabó primero con él y después con Johnson, y afortunadamente no pudo ni supo desplegar en su dimensión el proyecto tecnopopulista. Queda claro, eso sí, que como en Estados Unidos, su ideal es antipolítico, ultratecnocrático y el control real es solo para la élite de los elegidos con un alto coeficiente intelectual y una extravagante formación en ciencias. No es casual que el director de Brexit sea Toby Haynes, uno de los realizadores de Black Mirror, una serie que puede ayudar a entender el futuro que Cummings no cuenta. O peor, desconoce. 
eldiario
hace alrededor de 21 horas
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