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El dilema del liberto

El dilema del liberto
Cuando Daenerys libera a todos los esclavos de Meereen y divorcia cuello y cabeza de los antiguos amos, da permiso a los libertos para coger todo cuanto puedan portar con las manos -o en una carreta, ya no me acuerdo- y tomar las riendas de sus destinos. Algunos miles acuden a ellos a decirles que, básicamente, no saben quiénes son y quieren volver a trabajar con sus antaño dueños Seguramente sea la peor escena de ‘La vida de Brian’: el protagonista y su madre caminan por un mercado y les asalta un tipo. Un talento para un ex-leproso, implora el hombre. ¿Un ex-leproso? ¿Quién te ha curado? Pregunta Brian. Jesús, señor, contesta, iba andando tranquilamente, a lo mío, y de pronto se presenta, va y me cura. Yo era un leproso con un oficio, y ya no me puedo ganar la vida. Ni me pidió permiso. Estás curado, macho. Mira que la gracia… Esto viene a decir que, entre ser ungido con solemnidad por la gracia del mesías y ganarse el pan, siempre va a ganar el pan, por más aureolas y malabares místicos que se ofrezcan. Es por esa razón que las religiones insisten en ligar a Dios con el pan -a veces, ejem, encarnando a la deidad en un chusco y devorándolo en su nombre-: para normalizar el tragar hostias como parte irresoluble de la existencia y para que creamos que el milagro está en la gracia, y no en tener algo que llevarse a la boca. Algo simétrico ocurre en Juego de Tronos, cuando Daenerys libera a todos los esclavos de Meereen y divorcia cuello y cabeza de los antiguos amos. La reina de dragones da permiso a los libertos para coger todo cuanto puedan portar con las manos -o en una carreta, ya no me acuerdo- y tomar las riendas de sus destinos. Algunos miles acuden a ellos a decirles que, básicamente, no saben quiénes son y quieren volver a trabajar con sus antaño dueños. Ahí está el dilema: ¿qué hacer con la libertad cuando solo has aprendido a obedecer? Hablemos de religión. Si algo ha caracterizado al siglo XX más allá de una evidente evolución de la crueldad hacia un pragmatismo tecnocrático sin parangón, ha sido la secularización de las sociedades. Hablo de Occidente, claro está. La emancipación de los pueblos y las naciones africanas -y buena parte de las asiáticas- durante este período fue eminentemente decolonial. La occidental, en cambio, fue espiritual. De los dos grandes conceptos arrastrados del s.XIX, un Dios y una patria, pasamos a la ideología como nuevo motor de la voluntad colectiva; una fe nueva capaz de prometer el cielo sin demostrar la divinidad que lo sostiene. A Dios lo mató Nietzsche y a la patria la mató el mercado; tanta paz lleven como descanso dejan. Pero esa emancipación de Dios, esa liberación espiritual, empezada por los nihilistas y sostenida por la idea de que el progreso y la religión son dos vías en direcciones opuestas ha dejado tras de sí un vacío que el capitalismo no ha sabido -ni ha querido- llenar: el hambre de sentido más allá de lo material, sobre todo en tiempos en que lo material y lo divino andan por los mismos precios. Pero vamos al presente. Llevo unos días leyendo con mucha atención los análisis de distintos opinadores acerca del último trabajo de Rosalía, Berghain, un adelanto de su próximo disco titulado Lux, y me sorprende la homogeneidad de lecturas acerca de una supuesta nueva ola, un rebrote, un resurgir -llámenlo como les plazca- del catolicismo. Hay quienes ven esto con entusiasmo, como si la artista catalana hubiera reabierto las puertas de un templo que llevaba siglos cerrado a cal y canto, y otros que ven en el meapilismo un síntoma de nuestra época, un zeitgeist con mantilla negra y un rosario colgado del cuello. He leído unos cuantos diagnósticos y todos ellos vienen a decir que algo sagrado estaría volviendo. Puede ser que tengan razón, y es que aunque los datos hasta los años de la pandemia indicaran un descenso continuado de las personas creyentes o practicantes, en lo que llevamos de década estamos experimentando un repunte de gente que se declara al menos una de las dos cosas. Sin embargo, creo que el Dios al que invocan, ese enigma divino que estaría regresando, no es tanto Dios, sino su forma. Lo que está en auge es la estética de la devoción, la fe solo está para decorar el vacío. En el postcapitalismo, esto deberíamos saberlo de hace años, un saludo al Che Guevara, todo lo que una vez fue trascendente pasa a convertirse en un icono. Supongo que pasa lo mismo con el argentino que con el Altísimo, que donde antes había una promesa de salvación, hoy, lo que queda, es una industria del consuelo.  La verdadera religiosidad consiste en aceptar una forma de límite. Creer es, en un sentido muy profundo, aceptar que uno no es el centro del universo, que existe algo anterior y superior que nos trasciende. Pero vivimos en una estructura social y económica que no tolera la subordinación. Nos resulta inconcebible que la idea de Dios no esté al servicio de nuestra identidad o bienestar. Por eso (creo que) el retorno religioso del que tanto se habla no es tal: es la adaptación del lenguaje divino a la gramática del yo.  Lo que sí existe -y esto es lo que quizá se confunde con la fe- es una búsqueda desesperada de comunidad en un mundo que tiende a aislarnos cada vez más. Tras décadas de individualismo, la gente busca establecer redes afectivas. En otro tiempo eso lo ofrecían las parroquias, los sindicatos o los barrios. Hoy lo ofrecen las redes sociales, las sectas del bienestar o los fandoms culturales. El problema es que esas comunidades carecen de raíces trascendentes, porque están construidas sobre la identificación y el deseo, no sobre la fe o el sacrificio. Por eso se disuelven con la misma facilidad con la que se crean.  Lo que hay, en todo caso, es una nostalgia de una época en la que el sentido estaba dado y no elegido, en la que el destino tenía nombre y forma, en la que el sufrimiento de la vida servía para algo. Pero la nostalgia es pura melancolía cultural. Se invoca a Dios porque ya no se puede invocar a ninguna otra cosa. Pero eso no significa que haya un renacimiento del catolicismo, sino que lo católico ha pasado a ser una textura cultural, un código que transmite intensidad emocional y profundidad simbólica sin exigir adhesión doctrinal. Lo hemos visto también en las quejas en redes sociales tras el funeral por las víctimas de la DANA. Cierto es que había idiotas quejándose de cualquier cosa, como uno que estaba muy molesto porque las sillas en las que habían sentado a los reyes no eran lo suficientemente cómodas, pero he leído muchas voces conservadoras apenadas de lo “frío” que es un funeral laico. Porque nos aterra morir sin que lo que dejamos atrás tenga un sentido, y nos negamos a hacerlo sin tener claro dónde iremos a parar. El mundo no está volviendo a Dios: está intentando sobrevivir sin él.
eldiario
hace alrededor de 21 horas
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