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Guerras comerciales que encubren guerras de clase

Guerras comerciales que encubren guerras de clase
Detrás de la guerra comercial denunciada por los EEUU anida, en realidad, una revolución contra la protección y el compromiso social del Estado, y, en el fondo, el desprecio contra una clase trabajadora que, paradójicamente, se ha tornado refugio electoral del nuevo Partido Republicano La tregua entre las élites de los Estados Unidos y China ha interrumpido momentáneamente la guerra comercial. Esta confrontación continuará gracias al liderazgo estadounidense y al comportamiento crecientemente asertivo de la autocracia china. Entretanto, se hace necesario que proliferen visiones críticas sobre un conflicto que se postula erróneamente entre naciones y no entre clases dominantes.  Dichas clases ganaron la guerra contra el trabajo en EEUU durante los años setenta y ochenta asfixiando la economía nacional con enormes tipos de interés y deslocalizando el aparato industrial a las provincias chinas donde la liberalización comandada por el presidente Deng Xiaoping había garantizado enormes beneficios a las corporaciones.  El deshielo del maoísmo permitió al capitalismo de Estado chino acumular enormes excedentes a cuenta de la represión política y salarial de unos trabajadores mayoritariamente llegados del campo. Dicho excedente acudió a Wall Street a remojarse la cabeza: la compra de la deuda pública, de acciones y bonos de las grandes empresas estadounidenses, gracias al papel de reserva del dólar en el sistema monetario mundial, abarató la financiación que permitió a los Estados Unidos mantener su papel de primera potencia consumidora. El ahora repudiado ‘Made in China’ ha representado hasta ahora la otra cara del patrón dólar hegemónico, el emblema de la gran potencia militar y financiera.  En ambos casos y extremos del tablero político ha sucedido algo parecido: ni los trabajadores chinos ni los norteamericanos tenían suficiente dinero para comprar bienes y servicios, lo que llevaba a los primeros a una austeridad obligada y a los segundos, a un enorme endeudamiento. Los préstamos desde China y Europa a la aspiradora financiera estadounidense, emisora de la gran moneda de cambio mundial, permitieron sentar las bases de la gran burbuja que explotaría en 2008.  En su monumental estudio ‘Las guerras comerciales son guerras de clase’ (editado por Capitán Swing), el economista Michael Pettis advierte de los peligros de confundir el sol con el dedo y ofrece un enfoque y una solución bien distintos de la propuesta en los debates mayoritarios: China debe repartir el excedente empresarial de su economía aumentando el valor de sus pensiones públicas, de los servicios de bienestar, que aún no son universales, de los salarios y de unas inversiones que se hacen imprescindibles en un periodo de incertidumbre radical y transformación industrial forzada por el clima y por otras amenazas.  Este imperativo, al margen de las manidas imágenes sobre el régimen autoritario que la mayoría de los medios difunden, ha sido más que subrayado en los sucesivos congresos del Partido Comunista Chino, en los que las ponencias económicas han incrementado el énfasis en la inversión productiva nacional y en ciertas formas de redistribución de la riqueza, una recomendación que choca con las élites más cercanas al mundo de los negocios patrios.  La supremacía económica china materializada en el superávit comercial con los Estados Unidos, sobre lo que tanto se ha dicho y escrito durante estos meses, no solo refleja la competitividad de sus exportaciones –y el derroche financiero estadounidense, que ha deprimido la inversión productiva de sus industrias–, sino la capacidad de su régimen político de mantener unas relaciones de clase opuestas al ideal marxista que aún rige algunas de las ponencias ideológicas de sus congresos.  Más lejos aún de la solución de Pettis viajan unos Estados Unidos en los que los gestos estrafalarios y las declaraciones extemporáneas parecen ser la regla de la agenda política. Los enormes recortes de gasto público acometidos por el equipo de Trump recuerdan a las conclusiones que establece la profesora Clara Mattei en ‘El orden del capital’ (Capitán Swing), un ensayo en el que analiza cómo los economistas liberales y neoclásicos asesoraron buena parte del programa económico del fascismo italiano, pero también de la política económica de la Inglaterra de los años veinte, ambos radicalmente opuestos a las reivindicaciones obreras sucedidas al terminar la Primera Guerra Mundial.  Detrás de la guerra comercial denunciada por los EEUU anida, en realidad, una revolución contra la protección y el compromiso social del Estado, y, en el fondo, el desprecio contra una clase trabajadora que, paradójicamente, se ha tornado refugio electoral del nuevo Partido Republicano. La patria libre a la que sectores químicos, textiles, acerías y cadenas de montaje retornarían una vez vencida la contienda comercial no existe, pero representa un señuelo, una mentira que creer para seguir sosteniendo a una corriente política comandada por sectores integristas de distinta procedencia y cometido.  De la ruptura de estos ejes discursivos en ambas latitudes depende el desarrollo del conflicto actual, en un contexto en el que los riesgos climáticos y tecnológicos exigen destinar cada vez más fondos a una inversión transformadora de las infraestructuras y los modos de producción. Una situación en la que el ahorro nacional, que frecuentemente se incrementa a costa de la explotación de los más desprotegidos, puede significar la pérdida de una gran oportunidad para cambiar el rumbo de las cosas. Las guerras nacionales vuelven a ser una carcasa de los conflictos de clase que atraviesan a la sociedad. Estamos necesitados de medios que rompan la uniformidad de las portadas periodísticas. 
eldiario
hace alrededor de 8 horas
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