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La dimisión del fiscal general: un precedente peligroso para la institución

La dimisión del fiscal general: un precedente peligroso para la institución
Si el fiscal dimite, solo habrán hecho falta dos cosas, la denuncia de un defraudador confeso y la controvertida instrucción de un magistrado del Supremo: se habrá enseñado el camino para acabar con la sexta autoridad del EstadoRecursos, escritos de acusación y juicio tras el verano: los posibles horizontes de la causa contra el fiscal general Este artículo no va dirigido a quienes, legítimamente, consideran culpable al fiscal general del Estado de un delito de revelación de secretos. Si uno llega a esa conclusión, la única opción razonable es exigir a Álvaro García Ortiz su renuncia. Sucede que la única forma en democracia de establecer que esa es la verdad reside en los tribunales: en este caso, el Supremo, que juzga, y también los competentes para decidir sobre eventuales recursos, ya sea el Constitucional o la justicia europea. Así que pese a todo lo que se lee y escribe estos días, para que la Justicia determine si García Ortiz es culpable o inocente falta mucho todavía. En elDiario.es sabemos ya que no es culpable porque conocemos de primera mano las fuentes de la exclusiva que publicamos el 12 de marzo de 2024: La pareja de Díaz Ayuso defraudó 350.951 euros con una trama de facturas falsas y empresas pantalla. Este periódico jamás va a pedir la dimisión de un inocente. Cuando dos periodistas fuimos citados por el Supremo como testigos, facilitamos toda la información a nuestra disposición, salvo aquella que podía comprometer a nuestras fuentes: no solo es un derecho constitucional, es el primer mandamiento de esta profesión. Este artículo, decíamos, está dirigido a quien no conozca la intrahistoria de la exclusiva que puso al descubierto las actividades ilícitas y los negocios con el grupo Quirón de la pareja de Díaz Ayuso, a quien la prensa afín había presentado como un “técnico sanitario”. La pregunta ahora, una vez conocido el polémico auto de procesamiento del Tribunal Supremo, es si puede permitirse una institución como la fiscalía tener a su máximo representante sentado en el banquillo de los acusados. El sentido común diría que no. Por varias razones: un fiscal general a punto de ser juzgado está incapacitado para ejercer, pierde parte de su autoridad en la carrera y además puede comprometer la independencia del subordinado que tenga que acudir al tribunal donde se juzga a su jefe. Esa situación anómala puede además contagiar al resto de la institución y sumirla en una parálisis fruto de estar descabezada en la práctica. Son razonamientos legítimos y sin duda resultarán suficientes para que mucha gente, incluso desde ámbitos progresistas, solicite la marcha de Álvaro García Ortiz. Hay también argumentos para defender que el fiscal general continúe en su puesto, por anómala que sea la situación, y para pedirle que defienda su inocencia hasta el final. De entrada, que en más de 50 páginas el juez instructor no ha aportado ninguna prueba de que el fiscal general reveló un secreto, aunque sí desliza una afirmación muy grave sin ningún sustento: que fue Presidencia del Gobierno quien dio indicaciones al ministerio público para cometer un delito. Está así escrito al comienzo del auto judicial y en muchos titulares de periódicos. Que nadie busque evidencias del juez para respaldar semejante afirmación. No las hay. Pero al margen del controvertido auto, hay otras razones para sostener que el fiscal general debe continuar en su puesto hasta que haya un veredicto. Inciso: antes de entrar de lleno en el debate, conviene relativizar ese mantra de que el aforamiento supone un privilegio para los investigados. Se repite mucho y no es exactamente así. Cuando un acusado es denunciado ante los tribunales ordinarios, se pone en marcha un mecanismo judicial con muchos equilibrios: se pronuncia el juzgado de primera instancia o de lo penal, pero luego se puede recurrir ante las audiencias Provinciales y los Tribunales Superiores de cada comunidad autónoma. En cambio, cuando alguien es investigado en el Supremo, todas las decisiones recaen sobre el mismo tribunal, primero sobre el juez instructor y los recursos, ante la Sala. Es habitual que un investigado llegue a sentarse en el banquillo sin que haya intervenido ningún otro tribunal. En definitiva, los investigados por el Supremo dependen de una única instancia judicial: ahí no opera el juego de contrapesos entre tribunales. El primer recurso lo resuelve el mismo juez, y el segundo, la Sala del mismo tribunal. En el caso del fiscal general, tras la denuncia presentada contra él por el defraudador confeso Alberto González Amador, ha intervenido el magistrado Ángel Hurtado, conocido por haber ascendido al tribunal gracias a la mayoría conservadora después de firmar un voto particular que pretendió, sin éxito, exculpar a la dirección del Partido Popular en el caso Gürtel. También ha participado la sala, que ha respaldado la gran mayoría de las polémicas decisiones de Hurtado, incluida la incautación de los dispositivos electrónicos de la sexta autoridad del Estado para investigar un delito de revelación de secretos. No había sucedido nunca en España, a pesar de que las filtraciones son continuas en los tribunales, también en el Supremo y especialmente en la Sala de lo Penal. Así que si dimite, solo habrán hecho falta dos cosas –la denuncia de un defraudador fiscal y la controvertida instrucción de un magistrado del Supremo avalada por el resto del tribunal– para acabar con la sexta autoridad del Estado, una figura blindada por el legislador, al que ni siquiera el Gobierno puede cesar. ¿Sería razonable que eso sucediese? Si el caso prospera y el fiscal general dimite antes de tener una condena, ¿no se estaría abriendo la vía para que otros delincuentes (los hay con muchos medios, económicos y de todo tipo) presenten denuncias contra el siguiente fiscal hasta lograr que lo imputen y aprovechar para apartarlo? En la investigación al fiscal general se da, además, una paradoja diabólica. Aquí va el segundo inciso. La imputación en el Derecho Penal está planteada como una figura garantista que permite al acusado acudir a los procedimientos con abogado y le da la posibilidad de mentir para defenderse. Desde el principio, en el caso del fiscal general se ha pretendido invertir esa figura para que su condición de investigado se convirtiera ya en una condena, con una pena mayor o igual que la que acarrearía una sentencia en su contra: la dimisión como máximo representante del ministerio público. De aceptarse este planteamiento, se establecería un peligroso precedente. Si un grupo mafioso o cualquier otra organización criminal urde un plan para apartar al fiscal general a través de denuncias coordinadas hasta lograr su imputación, ¿sería defendible que el máximo representante de la Fiscalía renunciase también? ¿Se defiende mejor la institución cuando se dimite tras una imputación o un procesamiento? ¿O cuando se defiende la inocencia hasta el final en los tribunales? Esa es la pregunta última que debe responder el fiscal general, sobre el que, en cualquier caso, va a recaer en las próximas semanas toda la presión mediática y política. En las últimas semanas han surgido voces defendiendo la necesaria renuncia de García Ortiz pese a creer en su inocencia, ¿No se trata de un planteamiento amoral? ¿Se puede exigir semejante sacrificio a alguien sobre el que consideras que solo ha cumplido con su deber? Y en caso de que resultase inocente, ¿cómo y quién le resarciría? Vayamos ahora al resto de argumentos de quienes defienden (son mayoría en el debate) su dimisión. En cuanto a la independencia de la persona que represente a la fiscalía en el juicio a García Ortiz, solo cabe confiar en su honestidad. Porque la presión para ella va a ser similar, dimita o no el fiscal general: el país entero va a estar pendiente del banquillo en el que va a sentarse el máximo representante del ministerio público o el que lo había sido precisamente hasta que estalló este caso. No había sucedido nunca en democracia. El representante de la fiscalía no notará mucha diferencia al sentarse ante ese tribunal. En cuanto a la parálisis de la Fiscalía, ¿alguien cree que en caso de dimitir, el siguiente nombramiento del Gobierno va a tener una tregua? De García Ortiz se publicó una información falsa el mismo día en que asumió el puesto: una supuesta reunión con un imputado de la banca andorrana que nunca tuvo lugar. El encuentro lo desmintieron por separado los dos protagonistas, que ni se conocen ni se habían visto nunca. El diario ABC ignoró los desmentidos y publicó durante varios días seguidos sobre una reunión inexistente y solo rectificó meses después, obligado por una sentencia judicial. Otra periodista de El Mundo publicó falsamente que García Ortiz ordenó cambiar un informe para no acusar de terrorismo a Carles Puigdemont. Lo desmintió el fiscal general y también el aludido. La información sigue publicada. En la Cope, Carlos Herrera definió a García Ortiz como un lacayo del PSOE que quiso imputar a los altos cargos del Gobierno de Aznar por la gestión del Prestige. La verdad es exactamente la contraria. Por ello recibió entonces bastantes críticas desde la izquierda. En la prensa conservadora de Madrid se llegó a atribuir a García Ortiz una supuesta colaboración con terroristas de ETA, por mediación de Bildu. Todo ello sin ninguna prueba... Hasta que llegó la cacería final por parte de un defraudador confeso y el jefe de gabinete de la presidenta de Madrid, Miguel Ángel Rodríguez, quien fue adelantando una a una las decisiones del Supremo. Así que para aquellos bienpensantes que crean que su dimisión podría apaciguar el debate público: ¿Ven alguna garantía de que su sucesor vaya a recibir un trato diferente por parte de la oposición y la prensa de derechas que ni siquiera considera a Sánchez un presidente legítimo? Una duda final: ¿En caso de que el fiscal general acabe sentado en el banquillo, va a formar parte del tribunal Manuel Marchena, el magistrado al que el Partido Popular pidió encumbrar a la presidencia del Consejo General del Poder Judicial y del Supremo para “controlar desde atrás” la sala Segunda del Supremo, aquella que juzga los casos de corrupción? Marchena se autoexcluyó de aquella terna para el Consejo del Poder Judicial cuando se publicaron los mensajes de un portavoz del PP al resto de senadores. Cuando renunció, ya sabía que en ningún caso el PSOE, que en un principio estaba dispuesto a apoyarlo, podría respaldar ya su candidatura con aquellos mensajes en toda la prensa. El propio Marchena cuenta el episodio a su manera en su último libro publicado, La Justicia AMENAZADA (Editorial Espasa), en el que olvida citar que aquel candidato al que el Partido Popular pedía apoyar con esas oscuras intenciones se llamaba Manuel Marchena. elDiario.es renunció a pedirle una entrevista cuando la editorial del libro estableció que tendría que ser a través de un cuestionario y que no cabían las repreguntas. Una docena de medios la publicaron sin especificar a sus lectores que se trataba de un cuestionario sin posibilidad de réplica. De haber podido preguntar a Marchena con libertad, este periódico hubiera planteado preguntas así: ¿Debe el magistrado al que el Partido Popular pretendía aupar a la presidencia del Supremo para “controlar desde atrás la sala segunda” participar en el tribunal del juicio más importante que ha vivido la política española en los últimos años? ¿Le inhabilita de alguna manera para forma parte del tribunal el enfrentamiento abierto que mantiene con el fiscal general tras haber dictado García Ortiz la instrucción a toda la carrera para aplicar la ley de amnistía, de la que Marchena y otros miembros del Supremo, están radicalmente en contra?
eldiario
hace alrededor de 8 horas
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