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¿Necesitamos una universidad de maestros?

¿Necesitamos una universidad de maestros?
Nadie se puede llamar legítimamente maestro si no dedica toda su vida profesional a aprender constantemente. Es el esfuerzo de no dormirse en los laureles Vaya por delante que es dudoso que una universidad así haya existido jamás. Me refiero a un lugar donde las clases eran impartidas por un grupo de sabios que, además, guiaban a sus estudiantes para una futura carrera profesional. Porque eso es justamente un maestro: alguien capaz de preparar a un aprendiz para convertirse en un profesional como él, lo cual, evidentemente, no solamente se hace en las clases, sino también en los pasillos de la universidad y, por supuesto, fuera de ella. Hay que salir del laboratorio para que la ciencia sea de calidad, puesto que el científico que no conoce la realidad no merece ese nombre. Al contrario, la universidad del pasado era otra cosa muy distinta y conoció diversas épocas, algunas sorprendentes y entretenidas, a lo largo de los siglos. Aunque, dependiendo del país, tuvo algún momento feliz en el que coincidieron en el mismo centro dos o tres sabios, lo cierto es que tal cosa no solía ocurrir. Los que han escrito sobre el pasado universitario hablan de absentismo muy reiterado de los profesores, falta de seriedad en la evaluación y un tedio soberano en alumnos que únicamente acudían a la universidad a tomar apuntes y hacer amigos. Solo de vez en cuando aparece la referencia a un buen profesor cuya calidad, habitualmente, cabe confirmar con la obra que dejo escrita, lo que sucede en contadísimas ocasiones. Lo que sí fue la universidad es un centro de prestigio social. Lo adquirían sus alumnos ya solo por estar matriculados, y por supuesto, los profesores por estar allí destinados. En aquellas épocas de enormes diferencias sociales, con la enorme mayoría de la población trabajando con sus manos y con unas tasas de analfabetismo espantosas, el hecho de tener estudios básicos ya marcaba la diferencia. Qué decir de aquellos que alcanzaban la gloria de poder sentarse en las aulas del alma mater, y mucho más de esos poquísimos elegidos que lograban impartir docencia. Ser catedrático, además, aseguraba influencia para decidir quienes serían los profesionales del mañana y designar a los sucesores de uno en la cátedra, sin apenas controles. Costó mucho, por ejemplo, que estuviera al menos mal visto el nepotismo de que los hijos -por la sola genética y sin méritos- sucedieran en la cátedra a sus padres, porque era una tradición muy arraigada, al menos hasta bien entrado el siglo XIX, y con crecientes dificultades después. En ese escenario, salvo ocasiones puntuales, la obra científica de los catedráticos era entre pobre e inexistente, dejando de lado alguna excepción. Su aparente prestigio acababa con su jubilación o muerte. Es lo que ocurre en cualquier posición de poder que carece de control alguno: se abusa de ese poder, como demostró el desgraciado experimento de la cárcel de Stanford. En consecuencia, en demasiadas ocasiones, los catedráticos no eran más que caciques que abusaban sádicamente de sus discípulos con la lejana promesa de sucederles en la cátedra. Las humillaciones que debieron de pasar aún se cuentan, y por desgracia las recuerdan muy bien personas que todavía están bien vivas. Personalmente encontré solo los restos de aquella antigua universidad. Había mucho caciquismo aún, pero estaba claramente en declive. Los tiempos habían cambiado y puede que aquel lejano mayo de 1968 no fuera realmente tan en vano, al menos para la universidad. La relación maestro y discípulo empezó a cambiar claramente y, paradójicamente, aumentó, al menos en parte, la calidad conjunta de lo publicado, siendo que el problema actual es que se publica demasiado, y habitualmente no aprovechable. Pero se distinguen trabajos de auténtica calidad no ligados a la posición de poder de un catedrático. Puede que la I.A. constituya un impulso para dejar de considerar trabajos científicos a lo que no son más que simples plagios y refritos que nada aportan. Pero al menos ahora se sabe lo que ha publicado un compañero, y resulta obvio si se trata o no de un material aprovechable. Antes, las obras del catedrático eran, durante su vida activa, artificialmente elevadas al Olimpo de la ciencia por insignificantes que fueran, para vergüenza ajena de los lectores dispuestos a comprender lo leído y, por consiguiente, a no dejarse engañar por aquellas farsas. Existen casos espeluznantes, y no son pocos. Hoy ya casi no existen esas figuras visibles de antaño. Los catedráticos ya no tienen la consideración social del pasado con independencia del país de que se trate y de cuál sea el sistema de acceso a la cátedra. En ello ha influido que hay muchos más catedráticos que en el pasado porque aumentó el número de universidades y, además, puede haber más de un catedrático en cada “plaza”. Pero tengo para mí que el cambio ha sido social sobre todo, y tiene más que ver con esas luchas estudiantiles de los sesenta y setenta del siglo XX. Incluso los catedráticos más caciquiles ya no se comportaban -insisto, salvo excepciones cada vez más puntuales- con aquella miserable arrogancia pomposa del pasado. La disminución de las diferencias sociales también llegó a la universidad y, actualmente, aunque todavía queda camino por recorrer y errores que corregir y reparar, el panorama sería irreconocible para un catedrático de principios del siglo XX. Apenas hay ya Nerones, Cómodos o Calígulas entre el profesorado. Ello ha llevado, al mismo tiempo, a que los mismos catedráticos renieguen de una posición de liderazgo con la que algún encorbatado fatuo antediluviano sueña despierto todavía, pero al que la propia realidad, siempre terca, acaba desmintiendo tarde o temprano para su desconsuelo. Muchos catedráticos, probablemente la enorme mayoría, ya solo desean pasar desapercibidos, dando sus clases y esperando a la jubilación. Con todo, esa renuncia al caciquismo y esa ansia de tranquilidad no debiera provocar la pérdida del rol de maestro, puesto que alguien tiene que enseñar, es inevitable. En esa labor de enseñanza no asiste realmente la inteligencia artificial -que es solo una herramienta-, sino el estudio, la lectura y la experimentación. Ese rol de maestro no es nada fácil. Supone estar dispuesto a invertir mucho tiempo en la enseñanza de los estudiantes -aspiren o no a la cátedra-, pero también en el estudio propio porque para enseñar, primero hay que aprender. Y nadie se puede llamar legítimamente maestro si no dedica toda su vida profesional a aprender constantemente. Es el esfuerzo de no dormirse en los laureles. Eso es justamente lo que confío que jamás se pierda en el futuro, al menos en algunas personas, porque constituye el único ejemplo que puede y debe dar el maestro: su estudio, esfuerzo y experiencia, que requiere una buena dosis de abnegación sin caer en la vida cenobial. Como dije, ser científico obliga a conocer el mundo. Y el mundo está también en el ocio, imprescindible para poder descansar y seguir estudiando.
eldiario
hace alrededor de 3 horas
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