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La ciencia no es la verdad

La ciencia no es la única verdad, pero al menos es una de las verdades. No pueden ni deben encontrarse todas explicaciones en la ciencia. Tampoco negar validez a las evidencias científicas suficientemente contrastadas por métodos admitidos como válidos. Arias Maldonado distingue varios tipos de verdad, las reveladas, las morales, las políticas, las factuales y las científicas. Y estas últimas serían aquellas que tratan de explicar de manera axiomática el funcionamiento de la realidad. La ciencia nos aproxima al camino de las verdades, como explicación que, si bien puede ser refutada, es, al menos, robusta. Y en un momento en el que la ciencia nos ofrece ya muchas explicaciones robustas resulta ciertamente paradójico que asistamos a una ingente reaparición de la actitud y discurso anticientifistas. No es un fenómeno nuevo. Lo que Weber llamó desencantamiento del mundo y Nietzsche expresó a través de la metáfora del asesinato de Dios produce en parte de la población el temor a la desaparición de las verdades reveladas, de la esperanza, de la creencia en algo trascendente frente a la sequedad y frialdad de la indagación racional. Quizás estemos, como dice Victoria Camps, ante el fracaso de la Ilustración en la medida que ésta no ha sido capaz de proporcionar referencias concretas a los individuos, referencias a partir de las cuales sea posible construir una identidad moral. El pensamiento abstracto y racional en el que se basó la Ilustración impide que el individuo sienta el atractivo del relato. La Ilustración nos ofreció la libertad, especialmente, de pensamiento, pero también, en cierta medida, nos despojó de la esperanza. Sin embargo, el anticientifista que predomina ahora no es el que se niega a que la ciencia refute sus verdades reveladas o que tiene miedo de perderlo todo por el impacto de la ciencia en parte de la sociedad, la más vulnerable por falta de adaptación formativa. Nuestro anticientifista rechaza el consenso científico con argumentos ajenos a la propia ciencia o sin argumento alguno, generando la impresión de que hay debate donde no lo hay (A. Diéguez), pero es un negacionista motivado. Tiene perfecto acceso a la información y actúa en contra de su mejor conocimiento. No hay ingenuidad, hay rencor, predeterminación. Incluso, se trata de un liberal que encuentra en el rechazo a la ciencia la fórmula perfecta para poner en entredicho la voluntad pública de promover o, solamente, sugerir una conducta del ciudadano conforme a lo que nos dice la ciencia. No se reniega de la ciencia, pues, sino de algunas ciencias o, mejor dicho, de algunas de las evidencias que la ciencia nos ofrece (las vacunas, el cambio climático…). Es decir, aquellas que legitiman las decisiones del poder público. Los anticientifistas son activistas políticos que promueven la politización de la mayoría de los temas, contribuyendo al surgimiento de la epistemología populista de la posverdad. Y la posverdad implica el rechazo de las aspiraciones liberales modernas al establecimiento de la verdad en incontables ámbitos y asuntos, de acuerdo con las premisas centrales del conocimiento experto (Waisbord). El negacionismo busca crear una alternativa al consenso mediante un debate generado artificialmente, en diferentes ámbitos y, entre ellos, en la ciencia. Deconstruyendo a la ciencia se deconstruye el consenso, la moderación. Si la actitud científica se caracteriza por su preocupación por la evidencia y la disposición a cambiar la teoría a la luz de las nuevas evidencias, la anticientífica supone lo contrario. El anticientifista se limita a seleccionar aquella evidencia, por residual que sea, que pueda interesar a su discurso (el denominado 'cherry picking'), y no está nunca dispuesto a cambiar. El científico, en palabras de Rovelli, está dispuesto en todo momento a cambiar de idea. El anticientifista no está nunca abierto a nuevas ideas. Los negacionistas no son precisamente escépticos, son muy crédulos. El anticientifismo no puede confundirse con una visión cautelosa del progreso científico en el sentido de considerar que éste conlleva siempre un beneficio para la humanidad. Hay quienes dudamos de algunos de los cambios que el avance de la ciencia supone, pero no ponemos en duda ni la ciencia ni su método, sino, sus aplicaciones prácticas. Cuando Sandel o Habermas denuncian los riesgos que el desarrollo de la biotecnología puede suponer para el ser humano y su dignidad no están adoptando una posición negacionista, sino prudencial. Su verdad es moral, no anticientífica. Tampoco es anticientifista quien se muestra escéptico. El escepticismo es intrínseco a la investigación científica. Permite a los científicos abstenerse de emitir juicios mientras evalúan hipótesis, garantizando que las explicaciones se prueben de forma rigurosa. Por el contrario, el negacionismo solo acepta pruebas que confirman sus creencias previas. Un rechazo motivado por la preferencia. ¿Afecta este nuevo anticientifismo sólo a la ciencia? El problema de los discursos negacionistas es cuando son asumidos por una parte de la sociedad que naturaliza un pensamiento irracional. Se obstaculiza con ello el progreso de nuestra convivencia. Este anticientifismo afecta directamente a la democracia. La difusión generalizada de negacionismo científico amenaza la toma de decisiones basada en la evidencia en las políticas y la acción pública. Si no cabe un mínimo consenso sobre determinadas explicaciones no hay una base para construir el exigido marco de convivencia. Si las verdades científicas y factuales son puestas en solfa, sobre qué base se construye el consenso en una democracia que debe aspirar a la deliberación racional. Las verdades reveladas, las políticas no tienen que compartirse. Para eso están aquellas en las que el progreso de la ciencia nos muestra que puede haber acuerdo. Si desaparece la verdad científica, no cabe distinción de verdad y mentira y la verdad forma parte de las condiciones que hacen posible una sociedad democrática. Sin verdad no cabe una democracia pluralista ni es posible la participación de todos en el espacio público. Sin verdad no hay igualdad y sin igualdad no hay democracia ni constitución (F. Balaguer). Desde esta perspectiva democrática, la anticiencia socava la toma de decisiones basada en la evidencia, la eficacia y eficiencia de las políticas públicas y, por ende, la confianza en las instituciones democráticas. Sin ciencia no cabe rendición de cuentas de los representantes políticos. Para Holton la relación entre populismo y anticientifismo es muy preocupante. Y así recuerda que si miramos hacia atrás en la historia, podemos extraer dos aprendizajes importantes. Primero, el anticientifismo, por sí solo, tal vez resulta inocuo, pero cuando es asimilado por movimientos políticos puede convertirse en una bomba de relojería lista para estallar. Segundo, si bien los primeros luditas fueron derrotados pronto, los luditas culturales, los que deconstruyen la realidad, la verdad, han sido con frecuencia los vencedores, al menos de manera provisional, ocasionando graves daños. Por todo ello, como diría Orwell, en tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. Seamos, pues, revolucionarios una vez más y defendamos las verdades de la ciencia para defender nuestra democracia liberal, sin incurrir en cientifismos ni renunciar a la verdad revelada.

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