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La riqueza que desaparece

Un mar de ladrillo: nunca un tópico fue más preciso. Los barrios que rodean la M-30 consiguieron ser icónicos por su brutalidad color arcilla roja y su manera implacable de rodear la famosa circunvalación de la capital. El paisaje ferozmente monótono, áspero, dulcificado apenas por unos pocos parques, es una seña de identidad desde hace décadas. Miles de madrileños han crecido en él, y su estampa es la primera impresión de la ciudad para los visitantes. Ahora todo eso empieza a desaparecer. Las icónicas fachadas de ladrillo están siendo borradas bajo un revestimiento monocapa anodino sin que nadie proteste ni diga nada, quizás porque las barriadas de clase baja jamás han sido consideradas patrimonio. Habrá incluso quien tuerza el gesto leyendo esto, pues la idea que muchos tenemos del patrimonio se relaciona con los centros urbanos, los monumentos y los bellos edificios históricos que los turistas vienen a admirar. Sin embargo, hasta hace poco incluso esos edificios hermosos de los cascos antiguos fueron despreciados. De hecho, una infinidad de inmuebles de un valor incalculable en términos patrimoniales se dejaron (y aún se dejan) degradar, y zonas muy bellas de muchas ciudades se han derribado desde la más absoluta incompetencia y el afán especulativo: por ejemplo, y por seguir con Madrid, una de las urbes más devastadas, la mayor parte de los maravillosos palacetes que conformaban la Castellana hoy ya no existen. Tampoco la Ciudad Lineal de Arturo Soria, un proyecto singularísimo del que solo quedan vestigios que no tardarán en desaparecer. El patrimonio histórico es el conjunto de bienes materiales e inmateriales valiosos para la sociedad que merecen ser conservados y trasmitidos a las generaciones futuras. Engloba aquello a lo que nos referimos cuando usamos el término «cultura» en un sentido amplio (obras artísticas y arquitectónicas, restos arqueológicos o paleontológicos, material bibliográfico y documental, saberes científico-técnicos, gastronomía, folclore…), abarcando además los ecosistemas naturales. Cuidar el patrimonio no solo sirve para que vengan los turistas. Conlleva velar por nuestra memoria e identidad, por saberes ligados a la tierra y por aquellas manifestaciones culturales y artísticas que son sobresalientes, significativas o típicas. Todo ello permite la compresión de nuestra sociedad, de su historia y su legado (y, por tanto, de cada uno de nosotros como individuos), amén de preservar la riqueza, la diversidad y la excelencia. España es un triste ejemplo de la destrucción de ciudades y pueblos, de sus edificios y su urbanismo, y también de su paisaje. 'España fea es', muy elocuentemente, el título de uno de los libros más importantes sobre este asunto escrito en los últimos años. Está firmado por Andrés Rubio y en él se abordan temas cruciales al respecto, como el de por qué no existe un Conservatorio del Litoral semejante al de Francia (un país que sí protege su patrimonio) o por qué en 1967 había catalogados más de mil «pueblos bonitos» y hoy no quedan ni cien. Las causas del desastre son variadas, aunque en este cóctel de lo que en el libro de Rubio se califica como una catástrofe cultural sin precedentes, brillan el tener una economía basada en el ladrillo y la corrupción. Una corrupción que venía desde antes del franquismo y que el dictador, y más tarde los políticos de todos los partidos de la democracia, convirtieron en sistémica y favorecieron con un régimen de comunidades autónomas donde no hay ningún control. En este caldo tan transversal, dirigentes y promotores zafios y ávidos han seguido haciendo su agosto, pues de Jesuses Gil, Banuses, Meliás y Poceros ha andado siempre España muy bien servida, así como de altas esferas dispuestas a pasar por alto cualquier desmán («ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo», recuerda Rubio que decía Ortega y Gasset en España invertebrada). Sorprende que toda esta trapacería a menudo se haya llevado a cabo en nombre del progreso, una idea de progreso de nuevo rico, es decir, mediocre, heredada de una dictadura que, según Fernando Chueca Goitia en 'La destrucción del legado urbanístico español' (otras de las fuentes citadas en España fea), «favoreció la ignorancia de las autoridades y los ideales, la corrupción en la Administración pública y la falta de formación humanística de los arquitectos y otros técnicos», y de la que tomaron el testigo los socialistas, con Felipe González a la cabeza (en 1983 su Gobierno pidió a los ayuntamientos agilizar las licencias de obras), y los conservadores, aglutinados mayormente en el Partido Popular, quienes siempre han enarbolado el derecho a la construcción como algo sagrado y única fórmula para generar empleo. «Parece un sinsentido», afirma Rubio, «pero la democracia fue terrible. Y más todavía el saber que en aquellos años que hubieran servido para detener y revertir el proceso destructivo gobernaba el PSOE, la socialdemocracia. Resulta significativo el caso de Lanzarote, con el artista César Manrique pidiendo desesperado, e inútilmente, convertido en un activista, megáfono en mano, que el gobierno socialista detuviese el burdo boom constructivo especulativo que asoló su isla natal». Tampoco hay que obviar la secular ignorancia de este país, donde los sistemas educativos, herederos de esta misma mediocridad, fracasan estrepitosamente (¿y cómo puede la ciudadanía saber qué es el patrimonio y reclamar su cuidado a las autoridades si apenas se aprende?). Por otra parte, los arquitectos, sabedores del destrozo, han mirado para otro lado o directamente se han enriquecido firmando tropelías, y las corrientes arquitectónicas dominantes tampoco han propiciado el conservacionismo. El movimiento moderno reaccionó ante los excesos de los historicismos promulgando un tipo de edificio puramente funcional, y el postmodernismo reivindicó la tradición de una manera irónica, celebrando la transformación continua de las ciudades, la contradicción y hasta la desregulación... ¿Y qué mejor camino para la destrucción que la falta de escrúpulos? Todo ello sirvió de coartada ideológica para que no se cuidaran las tradiciones vernáculas, que siempre fueron coherentes con el paisaje y que en España son (o eran, porque cada vez quedan menos muestras) muy variadas: desde la tipología de casa encalada andaluza, pasando por los caseríos, las masías o el estilo mudéjar. La famosa etiqueta de la España vacía, o vaciada , también podría usarse para describir esta enorme desolación de un país empeñado en vaciarse a sí mismo de lo que lo hacía bello, único y diverso; un país lleno de rotondas absurdas (Nación Rotonda se llamó proyecto que documentaba visualmente los estropicios de la burbuja inmobiliaria), chalés de espanto, polígonos industriales monstruosos a las afueras, barrios nuevos de edificios anodinos hechos con materiales prefabricados y estandarizados, imitando en plan cutre tipologías foráneas que ni siquiera se adaptan a nuestro clima ni son coherentes con nuestro paisaje. Todo horrendo.
abc.es
hace alrededor de 3 horas
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