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No estoy hablando de Palestina

No estoy hablando de Palestina
¿El genocidio de Gaza no añade nada nuevo, más allá de la escala? Creo que sí. Porque esa escala no es solo cuantitativa; es también geomoral. Quiero decir que el suplicio público de Gaza ha extendido hoy la degradación moral de los israelíes a toda la población mundial En La muerte cansada, una impresionante película expresionista de 1921, Fritz Lang glosa un romance alemán en el que una joven pareja de enamorados es separada por la Muerte, que se lleva al marido a sus dominios sin retorno. Ella, incapaz de soportar el dolor, ingiere un veneno para seguirlo hasta el Más Allá y reclamar su devolución: “el amor”, lee en el Cantar de los cantares, “es más fuerte que la Muerte”. Ante sus súplicas, la Muerte, cansada de matar inocentes, le da una oportunidad: le muestra tres cirios de pabilo parpadeante que representan las existencias languidecientes de tres hombres que están a punto de morir: si consigue salvar al menos a uno de ellos -le dice- le devolverá a su amado. La joven, naturalmente, fracasa y, desesperada de nuevo a los pies de su Enemiga, reanuda sus súplicas, y lo hace con tanta pasión, con tanto amor verdadero, que se le concede una última oportunidad: le tiene que entregar otra vida a cambio de la de su enamorado. Ella entonces recorre el mundo buscando a alguien dispuesto a morir; pregunta a mendigos y a ancianos hastiados de su condición, pero todos protegen su vida con avaricia: no darán “ni un día, ni una hora, ni un respiro”. De pronto, se encuentra ante una casa en llamas cuyos habitantes escapan de la destrucción mientras cientos de vecinos tratan de sofocar el incendio. La última en salir, desmayada en los brazos de sus salvadores, es una madre que, al recobrar la conciencia, reclama desconsolada a su bebé, atrapado en el interior. La joven enamorada se da cuenta y no quiere dejar escapar la ocasión. Entra en la casa, a punto ya de derrumbarse, y llega hasta la cuna del niño. A su lado está la Muerte, esperando la entrega. La mujer coge al niño, lo mira, mira a la Muerte y repentinamente cambia de idea. No puede. Descuelga a la criatura por la ventana, devolviéndosela así a su madre, sana y salva, y afronta su derrota: “puedo vencerte”, le dice a la Muerte, “pero no a ese precio”. Nadie que ame o haya amado estará jamás dispuesto a rescatar su amor a cambio de la muerte de un niño. El amor, en todo caso, es un bien pequeño y terrestre. Quizás hay otros, abstractos y divinos, por los que sí merece la pena pagar ese precio. O incluso uno más alto. ¿Por qué un solo niño? ¿Por qué no mil? ¿Por qué no quince mil niños? La Muerte está cansada de matar inocentes; Israel no. ¿Está dispuesto a matar a treinta mil, a cincuenta mil, a cien mil niños, contra el Derecho Internacional y la decencia humana? No, está dispuesto a matar a treinta mil, a cincuenta mil, a cien mil niños con tal de acabar con el Derecho Internacional y la decencia humana. No estoy hablando de Palestina. ¿Es Israel una democracia? Lo es. Hace, por ejemplo, encuestas. El periodista Javier Espinosa citaba ayer una del Canal 13 de la televisión israelí, según la cual el 53% de los consultados cree que no hay que dejar entrar ayuda humanitaria en Gaza; es decir, más de la mitad está a favor de matar de hambre a los gazatíes. Cleon y Diodoto convocaron una asamblea en el año 427 a. de C. para que los atenienses decidieran si había que matar a todos los hombres y esclavizar a todas las mujeres de Mitilene. Lo que caracteriza a una democracia no es que el pueblo lo decida todo sino que haya decidido siempre ya qué preguntas no pueden volver a hacerse: eso se llama Derecho y Constitución, una primera decisión mediante la cual la voluntad popular se impide a sí misma el crimen y el suicidio. No se mata a los hombres, no se esclaviza a las mujeres, no se bombardea a los niños. Israel no es una democracia. Una democracia “judía”, que pone el derecho a la “judaidad” por encima de los DDHH y la ética, es lo mismo que una democracia “aria”. No es una democracia. “La preservación de mi pueblo es más importante que los conceptos universales de moral”, escribía en 2002 el historiador israelí Benny Morris, frase que constituye el principio rector del sionismo histórico, de las políticas hoy de Netanyahu y del apoyo que recibe por parte de la mayoría de los israelíes (lo que, por cierto, hace aún más valiosos y heroicos los disensos internos e internacionales de muchos judíos que, al contrario, consideran que el judaismo consiste precisamente en la defensa de “los conceptos universales de moral”). La encuesta del Canal 13, dice Espinosa con razón, demuestra que “el problema no es Netanyahu”. El problema, digamos, es la degradación moral. Llevaba semanas aplazando este artículo; no quería escribirlo. Leo cada mañana dos periódicos árabes, donde Palestina encabeza todas las noticias, y tenemos en España buenos periodistas que nos recuerdan, como es su deber, la ignominia del genocidio israelí. Este artículo no hace ninguna falta. Israel, digamos, “exagera”, si nos atenemos al sentido original del término latino, que evoca la idea de “acumular” o “amontonar” en el exterior la tierra sacada de una fosa: Israel amontona, sí, cadáveres ajenos: “una montaña de muertos de fuera”. Nosotros, por nuestra parte, también “exageramos”, pues acumulamos en paralelo palabras y palabras que apenas arañan la realidad (y que, por cierto, pueden ser contrarrestadas o neutralizadas con facilidad: pensemos en el uso del término “genocidio”, cuyo fundamento jurídico es en este caso indudable, pero que queda inservible y en harapos cuando Trump lo utiliza para referirse a un “genocidio blanco” en Sudáfrica). Lo cierto es que, resignado a “exagerar” (a acumular palabras inútiles), me acordé de pronto de una cita de Amos Oz recogida en un texto mío del año 2003; la encontré y me quedé perplejo. El problema de la violencia es que es pura actualidad y, por lo tanto, borra las genealogías y los procesos históricos: es otra de las ventajas de matar niños: el dolor y la indignación solo tienen presente. Lo que me asombró y, al mismo tiempo, me asustó de ese texto de 2003 es que podía haber sido escrito hoy. En términos de degradación moral, en efecto, nada ha cambiado; y que nada haya cambiado en 22 años quiere decir que todo es mucho peor. ¡Veintidós años peor! No estoy hablando de Palestina. La cuestión es la siguiente: lo que los israelíes no pueden perdonar a los palestinos es su propia degradación moral. No lo digo yo. Lo decía el aludido Amos Oz, buen escritor y sionista de izquierdas, en 2002, responsabilizando a la resistencia palestina de la renuncia israelí a la “pureza de las armas” (mito que Norman Finkelstein, historiador judío descendiente de víctimas del Holocausto, había desmontado ya en 1995 en su excelente libro Imagen y realidad del conflicto palestino-israelí). Los israelíes eran buenos, querían matar con calma, con respeto, con dignidad moral, sin odio ni rabia (el mismo consejo, por cierto, que daba Himmler a los miembros de las SS); querían conservar la decencia en medio de la violencia, pero la necesidad de batallar sin cesar contra los palestinos se lo ha impedido. Decía así Amos Oz: “¿Se puede usted imaginar viviendo de esa forma y siendo la misma persona, la misma nación, al cabo de unos años? ¿Podremos hacerlo sin que llegue un momento en que simplemente los odiemos? Sólo odiarlos. No quiero decir que nos complazca matarlos ni que nos volvamos sádicos. Simplemente un profundo y amargo odio por habernos obligado a llevar esta vida”. Es difícil voltear la realidad con más refinado desprecio por el otro: hasta tal punto Amos Oz considera incuestionable la superioridad “judía” que no sólo culpabiliza a los palestinos por no haber cedido de buena gana su territorio -obligándoles así a ellos, los buenos, los “judíos”, a matar niños y a volar casas y a arrancar olivos y a “llevar esta vida” un poco menos moral de lo que les gustaría- sino que pasa enteramente por alto el tipo de vida que el colonialismo sionista ha impuesto a los palestinos como posible fuente de un “profundo y amargo odio” que explicaría la transformación de un pueblo normalmente pacífico en una sociedad exhausta y desesperada. La fanática resistencia palestina, decía Oz, estaba convirtiendo al “héroe místico israelí” en un sujeto inmoral y también de eso tenían los palestinos la culpa; porque no cabe pensar, viceversa, que la ocupación israelí desde 1947, y ahora los bombardeos, los desplazamientos y el hambre en Gaza, puedan convertir al hombre común palestino en un vengativo harapo: sus “crímenes” se deben a que es esencialmente un “pueblo enfermo, psicótico” y eso no es, por supuesto, responsabilidad “nuestra”. Digámoslo con claridad: que no se defiendan, que se vayan, que se mueran, y nosotros volveremos a ser buenos. Los palestinos, decía el mencionado historiador Benny Morris por las mismas fechas, no nos permiten ser una “democracia normal”, como la “gran democracia americana”, que “tuvo que aniquilar también a sus indios”.  No estoy hablando de Palestina. Cito a Amos Oz, que era –he dicho– un buen escritor y quería ser decente, precisamente por eso: imaginemos lo que, en estos veintidós años, el régimen de Ocupación ha hecho (no en los cuerpos de los palestinos, no) en las almas de la mayor parte de los israelíes. Como todos los poderes injustos (imperialismo, esclavismo, colonialismo), los israelíes lo quieren todo: las tierras ajenas y la virtud, tener esclavos y tener razón, matar niños y ser los buenos, bombardear casas y hospitales y escuelas y centros de la ONU y ser compadecidos como las verdaderas víctimas. Quieren, en definitiva, que se reconozca la superior civilización de sus crímenes, y ello a partir de un concepto “racial”, esencialista, de la “civilización”, definida por la “sangre” y no por las acciones, como ocurría con los nazis: el civilizado israelí está afirmando la civilización cuando mata a quince mil niños no-arios desde el aire y a otros tantos, quizás, de hambre en la tierra. Por eso nada tiene de extraño que hoy apoye a Israel la misma extrema derecha europea que hace un siglo perseguía a los judíos y con los mismos argumentos. Véase por ejemplo la reciente declaración de Silvia Orriols, dirigente del partido racista Aliança Catalana, quien considera que los civilizados no tienen que ajustarse a normas éticas o de derecho para proteger la superioridad “racial” de su nación.  ¿No ha habido entonces ninguna novedad desde 1947? ¿El genocidio de Gaza no añade nada nuevo, más allá de la escala? Creo que sí. Porque esa escala no es solo cuantitativa; es también geomoral. Quiero decir que el suplicio público de Gaza ha extendido hoy la degradación moral de los israelíes a toda la población mundial y, sobre todo, a la europea y occidental. Estamos ya contaminados y ello de tal manera que, por mucho que nuestra solidaridad con las víctimas se acoja a la socorrida fórmula emocional (“yo también soy gazatí”), de hecho, en los hechos, y contra nuestra repugnancia moral, se nos impone la identificación no deseada con los victimarios: “yo también soy israelí”. No estoy hablando de Palestina. Esta degradación moral del mundo, victoria ya del sionismo genocida, tiene consecuencias políticas y materiales a nivel global. Bienvenidas sean las tímidas medidas (60.000 muertos después) de España, Inglaterra y la UE, pero no sólo son cortas sino que llegan, me temo, demasiado tarde. La degradación moral que nos ha contagiado Israel nos sitúa en un orden post-Nuremberg despojado completamente de legitimidad. Tendremos quizás fuerza, armas y poder para defendernos de los terroristas, de los rusos, de los fascistas, pero carecemos ya de toda legitimidad. Conviene saberlo si aún queremos hacer algo. De otra manera, ¿cuántos muertos harán falta, no en Gaza sino en Europa y en el resto del mundo, antes de que la lógica de la democracia “aria”, impuesta por Israel y Rusia, jaleada ahora por Trump, aceptada contra sus intereses por la UE, deje paso a un nuevo marco de legitimidad jurídica internacional compartida? No estoy hablando de Palestina. La Muerte está cansada. Israel no. Nuestro objetivo no debería ser el de convertirnos en palestinos; ni siquiera hace falta que nos identifiquemos con ellos. Nuestro objetivo debería ser sencillamente dejar de ser israelíes. De ello depende la supervivencia de los próximos mil niños gazatíes (y de sus madres) y, más allá, la supervivencia misma de Europa. ¡Qué de Europa! Del verdadero amor y de la verdadera civilización. 
eldiario
hace alrededor de 12 horas
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