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Con la que está cayendo

Con la que está cayendo
Guardo el teléfono deseando llegar a Madrid y dejar de sentir que es Madrid la que está llegando a mí y no Murcia la que se aleja. Con qué cara le pido permiso al mundo para enamorarme con la que está cayendo Anoche perdí el tren por no sé qué de un descarrilamiento y esta mañana tengo que madrugar para subirme a un coche y venir a Madrid. Me lo dijeron en un correo poco antes de salir de casa; España es un país en el que el tiempo vale poco, y es lo peor y lo mejor que puede decirse de nosotros. Así que coche, madrugón y Madrid, que bien podría ser el nombre de una banda indie o la crónica de unas primarias del PSOE, pero que son, sin embargo, tres de mis cuatro jinetes. El mundo se reduce al fotograma acelerado de los campos de Castilla y a su prisa estática mientras lo miro por la ventanilla y vuelvo a pensar en Delibes y eso que escribió sobre su cielo, y sobre el cielo de todos, en realidad, porque tan alto está en Castilla que el cielo de aquí debe de verse desde muy lejos. Desde más o menos Cieza hasta más o menos Tarancón, me limito a mirar con atención ilimitada al cielo y a los trigales por cosechar porque cualquier alternativa implicaría entablar conversación en un lenguaje de cordialidad a la altura de alguien que, al menos esta mañana, no me apetece ser. Salgo del coche porque la que conduce quiere estirar las piernas, el de la mochila con la cruz de Borgoña que se sienta de copiloto quiere fumar y yo, ideológicamente más cercano a matarlo que a pedirle fuego, me sumo a él a pocos metros de un depósito de Sin Plomo 95, no sé si con la esperanza de llevarme por delante todo el kilómetro 174, pero muy decidido a encender el mechero sean cuales sean las consecuencias. Nuestra forma de fumar es antagónica: él fuma mirando el paisaje como si el mundo fuera suyo y yo lo hago pensando en qué putada el catastro, porque todo eso podría ser mío. Detrás nuestro, la gasolinera vibra a lo lejos por el calor y el deposito de gasolina echa un chasquido metálico al cerrarse, y por un instante parece que el cielo está por regurgitarse a sí mismo desde las entrañas del suelo. Dentro del área del servicio, el aire acondicionado hace más ruido que frío y un cartel en cuatro idiomas da la bienvenida a aquel lugar perdido entre La Roda y ese otro sitio que no es famoso porque no hace miguelitos. Una señora barriendo el suelo como si con su fregona escribiese versos de agua sucia y la tele escupiendo noticias que a esas horas no eran de recibo eran el único paisaje más allá del azul y amarillo del todo lo demás. El café me sabía a barniz y el teléfono cacharreaba notificaciones por los ataques de Israel a Irán, por las movidas de Santos Cerdán y por eso de California en llamas a lo Cartagena en el 92. Quería responder un montón de mensajes: a mi madre, que si he llegado; a mi abuela, que voy el domingo; a esta muchacha, que tengo ganas de verla. A la redacción, incluso, que la pieza está en camino. WhatsApp’s, yo qué sé. Pero tengo que ahorrar batería porque mi móvil está moribundo; tengo que esperar a poner un pie en el suelo porque mi ansiedad convierte en viable la posibilidad de matarme hasta en un semáforo en rojo y decir que ya he llegado sin haber llegado es cantar victoria antes de tiempo. Así que no contesto, no por desinterés sino por respeto a los acontecimientos y guardo el teléfono deseando llegar a Madrid y dejar de sentir que es Madrid la que está llegando a mí y no Murcia la que se aleja. Quiero llegar y enviar mensajes. Quiero llegar y que las notificaciones que me llevan llegando toda la mañana se disuelvan; que nunca se hayan asomado por mi pantalla. Quiero pensar que al levantarme todo ha sido un sueño. Quiero pensar que no ha pasado nada y que sigo aquí, porque con qué cara le pido permiso al mundo para enamorarme con la que está cayendo.
eldiario
hace alrededor de 16 horas
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