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Democracia y prosperidad hacen buena pareja

Democracia y prosperidad hacen buena pareja
Tanto si se trató de un error o de un ensayo, el mensaje de Feijóo, tal y como fue formulado, cuestionó radicalmente el principio de unión indisoluble entre democracia y prosperidad sobre el que se han construido tanto nuestra transición democrática como el proceso de unidad europea Los lapsus de los políticos son frecuentes. Se comprende, porque suelen llevar una vida ajetreada y, a menudo, agitada. La mayoría de estos deslices pasan de forma inocua, sin más ni más, y no dejan recuerdo, pero algunos permanecen en nuestra memoria. De los últimos años, recuerdo que Núñez Feijóo reclamó el cese del ministro Albares “por haber puesto los intereses de España por encima de los del PSOE”. Antes, Federico Trillo había hecho gritar “¡Viva Honduras!” a una compañía de disciplinados soldados salvadoreños; María Dolores de Cospedal había dicho “hemos trabajado mucho para saquear nuestro país”; Pablo Iglesias había cambiado una consonante al hablar de las “manadas”; Pedro Sánchez, en Kenia, había dicho por dos veces que se hallaba en Senegal, etc.  A veces, los lapsus son tan espléndidos, tan reveladores, que dejan huella durante muchísimo tiempo. En mi ciudad, los mayores aún recordamos algunas frases y expresiones memorables de un alcalde del Partido Republicano Radical de hace un siglo: “¡Barcelona, la gran ubre!”, “¡Por fin me han ajusticiado!”, “lenguas vespertinas”, “luces genitales”, “pescados capitales”; un no parar de traspiés verbales, un sinfín de involuntarias ocurrencias, unas auténticas y otras apócrifas. Con los años, estos recuerdos desaparecen, y lo hacen tristemente; no cómo lágrimas en la lluvia, sino por lo contrario, como motivo de pequeño regocijo.  En un acto reciente del Partido Popular Europeo, Alberto Núñez Feijóo pronunció unas frases que llamaron la atención: “Europa ha despertado. Ha salido de la cárcel ideológica de una izquierda que le vendía que era bueno empobrecerse, que era bueno estancarse y que era buena la democracia más que la prosperidad”.  Presentar como términos contrapuestos “democracia” y “prosperidad” despertó las lógicas alarmas. El presidente del Partido Popular, escribió el periodista Eric Juliana, ha venido a decir que habrá que escoger entre democracia y prosperidad, que para vivir mejor será necesario perder democracia.  En la calle Génova respondieron diciendo que se trataba de un “lapsus” y que dónde Núñez Feijóo había dicho “democracia”, en realidad había querido decir “burocracia”. Puede ser. La lectura pública de discursos escritos por otros tiene un cierto riesgo. Pedro Sánchez se trabucó hablando de “redes ultrarrápidas de cien megapips”. Un presidente de los Estados Unidos interrumpió un discurso electoral exclamando “¡Discrepo totalmente de lo que acabo de decir!”, y explicó después al atónito auditorio que no había tenido tiempo de leer previamente el texto que le habían preparado. Sin embargo, en el caso del discurso de Núñez Feijóo subsiste la duda de si se trató de un error o de un ensayo. El propio Juliana, que publicó en las redes la aclaración de los asesores de Núñez Feijóo, no parece muy convencido. El problema no radica en confundir burocracia y democracia. Que la burocracia tiene mala fama desde el momento mismo de aparición del concepto, es evidente. La burocracia es como el colesterol. Muchos funcionarios son buenos, incluso excelentes, fantásticos; les ovacionamos repetidamente desde balcones y terrados durante la pandemia. Otros no lo son tanto. Siendo ministro, Francisco Fernández Ordóñez le preguntó a su colega de Exteriores de la India cuántos funcionarios trabajaban en su ministerio. “Aproximadamente la mitad”, fue la respuesta. Puede tratarse de una verdad universal, añadía Fernández Ordóñez al contarlo. El problema está en anteponer democracia y prosperidad. Tanto si se trató de un error o de un ensayo, el mensaje de Feijóo, tal y como fue formulado, cuestionó radicalmente el principio de unión indisoluble entre democracia y prosperidad sobre el que se han construido tanto nuestra transición democrática como el proceso de unidad europea. No es fácil precisar qué se entiende por prosperidad. Pero todos la podemos calibrar y valorar. “La reconoces cuando la ves”, escribía Alfredo Pastor en un artículo reciente. Implica una perspectiva de bienestar compartido, de mejora progresiva del conjunto de la sociedad, de superación de las desigualdades intolerables. La prosperidad no es la riqueza, no es el crecimiento del PIB, de la renta per cápita o de la productividad. “El hábito de medir el éxito de la política económica solo por la riqueza y la renta”, concluía Pastor, podría llevarnos “a una sociedad invivible”.  Es paradójico y significativo que Feijóo planteara que los derechos y garantías democráticos pueden ser un lastre para la cuenta de resultados de algunos, en el país de la Unión Europea cuyo crecimiento económico triplica hoy la media comunitaria. ¿Qué diría en el contexto económico actual de Alemania o Francia?  Los mal pensados tienen razones para creer que su “lapsus” no fue un error, sino un ensayo de estrategia comunicativa, dirigida al electorado de Vox y de la derecha del PP, así cómo a los sectores más alocados del poder económico. El mensaje, apenas disimulado, sería el siguiente: estamos dispuestos a rebajar los estándares de nuestra democracia. No sé si el mensaje del líder del PP fue un error momentáneo o una primera indicación pública de un giro estratégico, donde la democracia comienza a ser presentada cómo un obstáculo económico. En todo caso, en un mundo dónde soplan vientos autocráticos, el discurso de Núñez Feijóo fue profundamente intranquilizador.

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