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Fines sociales muy particulares

Bandera y eslogan de un Gobierno que desde 2018 no ha dejado de proclamar su compromiso con los colectivos más vulnerables –con magros resultados, cuando no un severo agravamiento de las condiciones que sufren los sectores más desfavorecidos de la sociedad–, la solidaridad es un elemento esencial para la cohesión y el progreso armónico de las naciones avanzadas. Como en tantos otros segmentos de la esfera pública, el contribuyente confía al Estado la tarea de atender las necesidades de los más desprotegidos, incluso de forma directa, a través del 0,7 por ciento de la declaración de la renta que como asignación destina a la Iglesia «y/o otros fines de interés social». Nadie discute la labor que en este sentido desarrolla Cáritas, sostén económico de miles de familias, y tampoco el trabajo que en el campo del denominado 'tercer sector' llevan a cabo organizaciones como la Cruz Roja, el Secretariado Gitano, Proyecto Hombre, la Fundación Anar o Médicos del Mundo, históricamente favorecidas en el reparto de los fondos que Hacienda recauda a través de esta casilla del IRPF. Resultan más discutibles, sin embargo, los objetivos que persiguen y los beneficios que sustancian dos organizaciones que desde la llegada al poder de Pedro Sánchez han acumulado más de diez millones de euros procedentes de este 0,7 por ciento. Se trata de la Fundación Mujeres y la Federación de Mujeres Progresistas, ambas estrechamente ligadas al PSOE y dirigidas, respectivamente, por una exconcejal socialista y una exdiputada, también de las filas del partido en el Gobierno. En los seis ejercicios fiscales contabilizados desde que Sánchez se instaló en La Moncloa, estas dos organizaciones han cosechado una cantidad de dinero público que representa el 75 por ciento del destinado a Cáritas: 10 millones para las 'mujeres progresistas' y 14 para los miles de voluntarios de la Iglesia. Las comparaciones son odiosas, más aún en el campo de la entrega desinteresada a los demás, pero la vara de medir la solidaridad que persigue esta partida tributaria tiene como referente secular a la organización de la Iglesia católica. Si la objetividad de los criterios que rigen la gestión de cualquier contrato público ha de ser transparente para evitar que la arbitrariedad derive en corruptelas como las que de la mano de los secretarios de Organización del PSOE han aflorado en los ministerios que licitaban las grandes obras públicas, esta higiene ética ha de ser máxima cuando desde la Administración se manejan los fondos que la sociedad pone en manos del Estado para atender a los más desfavorecidos. Que dos indisimulados satélites de la órbita socialista figuren entre las organizaciones más beneficiadas en el reparto de estas ayudas, con las que han hecho caja de forma sistemática desde 2018, atenta cuando menos contra la estética de un proceso administrativo en el que debiera imperar no ya la imparcialidad, sino la búsqueda desinteresada del bien común, objetivo sacrificado por el Gobierno en todas y cada una de sus iniciativas, más politizadas que políticas. Con estas prácticas, de las que tendrá que dar cuenta en las Cortes, cuestionado por la oposición a través de una pregunta parlamentaria, el Gobierno no solo hurta a los verdaderos profesionales y voluntarios del 'tercer sector' de las ayudas necesarias para desarrollar sus proyectos, sino que instala a la sociedad en un clima de desconfianza hacia lo público que alcanza ya al propio ejercicio de la solidaridad, virtud de la que precisamente hace gala un Ejecutivo que entiende la entrega a los demás como una mera adjudicación privada.

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