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Sánchez y la erosión del estado

La reunión entre el presidente de la Generalitat de Cataluña, Salvador Illa, y el prófugo expresidente Carles Puigdemont en Bruselas, paso previo a una posible reunión del líder de Junts y el presidente del Gobierno en La Moncloa en primavera, invita a reflexionar sobre los límites de lo inadmisible en España y, particularmente, en el sanchismo. Basta remontarse a 2019, cuando Pedro Sánchez convocó elecciones al no poder aprobar los presupuestos. Una de las condiciones del separatismo que generó entonces un terremoto político y que según el Partido Socialista no podía ser aceptada implicaba crear una mesa de partidos extraparlamentaria para tratar el asunto de Cataluña bajo los ojos de un relator. Sánchez llevó a España a las urnas con la convicción de que no aceptaría semejantes peticiones y que traería de vuelta a Carles Puigdemont para que respondiera ante la Justicia. La comparación del marco de 2019, ya obsoleto, con el actual da la medida de cómo el límite de lo admisible ha ido alejándose, a la deriva de un Gobierno que siempre va más lejos en lo que dijo que no iba a hacer y que se ha convertido en un especialista en saltar líneas rojas y cruzar fronteras que prometió no cruzar nunca. Los listones morales se han ido quebrando, uno tras otro, en un proceso de degradación de los espacios públicos, éticos y de la institucionalidad, un fenómeno que solamente podemos lamentar. Además de aceptar una mesa de partidos con Cataluña, la presencia de un relator y la celebración de las conversaciones en el extranjero –admitiendo de forma implícita que la cuestión catalana es un conflicto entre dos naciones distintas–, también se pactó el Gobierno con Podemos y el apoyo de los independentistas y de EH Bildu, partidos con los que nada se iba a pactar y que terminaron firmando la ley de Memoria Histórica, hecha a su medida. Se indultó a los condenados del 'procés' a cambio de su apoyo parlamentario mientras estaban sentados ante el Supremo. Se terminó aprobando una ley que amnistiaba a los fugados, se aceptó el marco discursivo del 'lawfare' que promulgaba el independentismo, según el cual España es una nación fascista cuyos jueces persiguen a sus adversarios políticos. Se arrastró el prestigio por los barros argumentales que al Gobierno le hiciera falta vadear con tal de mantenerse en el poder un tiempo más. Esta progresiva disolución de los principios éticos no ha necesitado, como referencia de su perjuicio institucional, de la crítica de una oposición que por naturaleza tiende a posicionarse en contra: este improvisado proyecto político contradice incluso las nociones que de lo bueno y lo malo sostenía el propio Partido Socialista y las promesas electorales de Pedro Sánchez. La evolución de los conceptos, además de por la necesidad –ahora virtud– y la falta de escrúpulos de un Gobierno que prefiere traicionarse y traicionar a convocar elecciones se explica por una creciente holgura en lo que es aceptable. Joseph Overton explicó en su teoría de la ventana cómo algo pasaba de ser inaceptable a sensato en cuanto se ensanchaba el límite de lo admisible: lo que aparecía como excéntrico o impensable podía terminar sucediendo. Con los indultos, los pactos con los herederos de los terroristas, la amnistía a costa de retorcer el brazo de la Justicia y el señalamiento de los jueces, los límites de la audacia de Sánchez no han hecho otra cosa que alejarse. Más aún, con unos Presupuestos pendientes de presentarse, una aritmética parlamentaria famélica y el horizonte del final de la legislatura con las encuestas en contra, no resulta fácil predecir hasta dónde llegarán.
abc.es
hace alrededor de 20 horas
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