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Frente a las denuncias por acoso sexual, las universidades no pueden convertirse en espacios de no derecho

Frente a las denuncias por acoso sexual, las universidades no pueden convertirse en espacios de no derecho
La realidad demuestra que las relaciones de poder en el ámbito universitario hacen muy difícil que en las denuncias por acoso que involucran a altos perfiles académicos, los órganos encargados de activar el régimen sancionador o el protocolo lo hagan, confiriendo a esos capa de impunidad Kate Millet, en su célebre libro Política sexual, demostró cómo en nuestras sociedades el cuerpo de la mujer es concebido como un objeto que pertenece al patriarcado pudiendo disponerse libremente de él. Aplicada en la actualidad, esta afirmación podría parecer una exageración: suele pensarse que las mujeres somos plenamente poseedoras de nuestro cuerpo y que, salvo casos excepcionales, hay respeto hacia esa autonomía. Sin embargo, cuando se analiza en detalle el funcionamiento institucional y cómo actúan los mecanismos de protección construidos para hacer frente a la violencia sexual en el ámbito laboral, resulta evidente que esa posesión del propio cuerpo sigue estando condicionada por estructuras de poder patriarcal profundamente arraigadas. Desde hace más de una década, las universidades se han dotado de protocolos específicos para abordar los casos de acoso sexual y por razón de sexo. Estos protocolos, que actualmente están en funcionamiento en prácticamente todas las universidades, son el resultado de las obligaciones que introdujo la Ley para la igualdad efectiva de mujeres y hombres del 2007 a las administraciones públicas. En paralelo, también se han impulsado importantes reformas en el ámbito laboral, orientadas a reconocer el acoso sexual y por razón de sexo como una forma de discriminación. Este enfoque permite entender que dichos actos no se reducen a comportamientos aislados por parte de una persona, sino que forman parte de una manifestación más amplia de las desigualdades estructurales. La explosión del movimiento conocido como Me Too ha abierto progresivamente el camino de la denuncia por los abusos sexuales en contextos de relaciones laborales y de poder, impactando también en el ámbito universitario. En las universidades los casos han salido a la luz principalmente a través de investigaciones periodísticas y de denuncias en la vía penal, y suelen estar precedidos por la activación interna de algún procedimiento de denuncia previa, ya sea en el marco de los protocolos específicos contra el acoso o a través de vías de denuncia más generales. Pero, en la gran mayoría de casos, constatamos que se cierran con reprimendas personales, con conclusiones poco esclarecedoras y cuando hay informes que acreditan la existencia de irregularidades no se inician los procedimientos disciplinarios correspondientes. Estas respuestas institucionales en realidad demuestran la infravaloración de los hechos obviando deliberadamente la gravedad de los actos y en el peor de los casos se infantilizan los actos que han dado lugar a la denuncia con respuestas como reprimendas al profesor, como si se tratara, simplemente, del comportamiento inapropiado de un niño pequeño. La ausencia de rigor de los procedimientos que se activan contribuye a generar ámbitos de no derecho, primando una suerte de reputación corporativa sobre los derechos de las presuntas víctimas. El acoso sexual y por razón de género en el ámbito laboral universitario suele producirse en contextos marcados por relaciones de poder profundamente desiguales. Pero, en las desigualdades hay niveles: no es lo mismo una situación de acoso entre alumnado, entre doctorandos o aquella que involucra al profesorado joven, que cuando son perfiles académicos relevantes. En este último caso, quien ejerce presuntamente el acoso o abuso sexual suele ser un catedrático con alta visibilidad en el mundo académico, que capta fondos de investigación fundamentales para el posicionamiento de la universidad en los rankings internacionales y cuyo trabajo contribuye al prestigio institucional. Y es justamente la existencia de dichos proyectos los que dan lugar a la posibilidad de contratar personal investigador que quiere iniciar una carrera académica. Además, suele o puede tratarse también de figuras con importantes redes de influencia académica o política que los convierte en intermediarios estratégicos que facilitan a los órganos de gobierno de las universidades negociaciones claves o desbloqueo de asuntos institucionales. Otro elemento que explica la inactividad de las universidades es que los responsables de activar el inicio de los procedimientos sancionadores son los órganos de gobierno y éstos están conformados mayoritariamente por profesorado universitario. Este elemento deriva en que la denuncia, en algunos casos, tenga que desarrollarse en el marco de un conjunto de relaciones académicas, laborales y personales que abona el terreno para situaciones de conflicto de intereses y falta de imparcialidad. La realidad está demostrando que las relaciones de poder existentes en el ámbito universitario hacen muy difícil que, en los casos de denuncias por acoso que involucran altos perfiles académicos, los órganos encargados de activar el régimen sancionador o el protocolo lo hagan, confiriendo a los actos denunciados por otras vías una capa de impunidad. Mientras que los protocolos universitarios están funcionando razonablemente bien en casos de acoso entre miembros de la comunidad universitaria de a pie (casos en los que no hay relevancia académica o poder), los mecanismos existentes (protocolos y régimen disciplinario) resultan ineficaces por conflictos de intereses dentro de la comunidad universitaria y cuando el presunto agresor puede percibirse como un activo para la institución. Todas estas cuestiones podrían vincularse a comportamientos poco éticos por parte de unas instituciones que no acaban de estar del todo comprometidas en la lucha contra el acoso sexual. Pueden entenderse como casos que interpelan a la sociedad —y en particular a la comunidad universitaria y a las mujeres— y que evidencian que la lucha contra las desigualdades de género sigue siendo una asignatura pendiente. Sin embargo, jurídicamente hay respuestas posibles. El Estatuto Básico del Empleado Público, Decreto Legislativo 5/2015, que regula el régimen disciplinario del personal funcionario de las universidades, tipifica como falta grave la discriminación y el acoso sexual y por razón de sexo. Por tanto, una vez que existen indicios de una conducta de esta naturaleza, los órganos de gobierno universitarios están obligados a iniciar el correspondiente procedimiento disciplinario, garantizando plenamente el respeto a las garantías procesales y a la presunción de inocencia. No es cierto, como habitualmente se dice, que la veracidad de los testimonios sean un impedimento para actuar porque el inicio del procedimiento disciplinario no requiere la certeza, por el contrario, el procedimiento disciplinario es donde sé que esclarecerá si efectivamente estos hechos han sucedido y la persona denunciada tendrá derecho a presentar pruebas y defenderse. La solución no puede ser el silencio o comunicados en los que se cuestiona a las víctimas y se alude a investigaciones internas que se enviaron a la Fiscalía, olvidándose que en caso de archivo por parte de la Fiscalía, queda pendiente el inicio del procedimiento disciplinario interno. En últimas, se aborda como si se tratara de un asunto completamente ajeno a la institución. Las universidades no pueden constituirse como espacios de o derecho donde no está claro cuál es el criterio para la aplicación de la ley. En un Estado de Democrático y de Derecho, que se ajusta a los principios de legalidad, esto no está permitido. De hecho, la inacción institucional por parte de los órganos de gobierno puede conllevar responsabilidades ante la justicia en el ámbito de lo social por inacción de los deberes de vigilancia y del régimen de protección de riesgos laborales. Pero, también en el ámbito de lo contencioso administrativo por responsabilidad patrimonial frente a la inacción de la administración. La realidad del silencio por parte de los órganos de gobierno de las universidades responde a la existencia de relaciones de poder y conflicto de intereses que inclinan la balanza hacia la protección de la persona denunciada cuando ésta ostenta un perfil alto, contribuyendo a generar contextos de encubrimiento institucional.

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