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Una operación de inteligencia

En una novela de John le Carré, 'El peregrino secreto', me topo con esta cita de Horace Walpole: «El mundo es una comedia para los que piensan y una tragedia para los que sienten». La frase se me queda un buen rato en la cabeza: tiene el encanto persuasivo del apotegma y además reconforta, porque atribuye a cierta filosofía personal la capacidad de superar el absurdo de la vida desde su inevitable vis cómica. La inteligencia –y aquí tanto Le Carré como Walpole muestran un rasgo fundamental del carácter inglés– sería tomar distancia de las desgarradoras evidencias cotidianas y comprenderlas como un espectáculo donde las debilidades humanas pueden resultar incluso entretenidas. El protagonista de Le Carré, George Smiley, es uno de esos pensadores que abordan la vida con una lente desapegada y analítica, observando las contradicciones e inconsistencias del mundo con una leve sonrisa. Sabe escuchar: desde su atalaya de espía, ve los patrones repetitivos del comportamiento humano, nuestras ambiciones, errores y pretensiones, como una especie de broma cósmica. Enfundado en un traje volteriano, nos muestra la arrogancia de aquellos que afirman dominar el destino, solo para tropezar una y otra vez con lo imprevisible. El personaje central de 'El peregrino'..., sin embargo, no es el famoso descubridor del 'topo' de los rusos infiltrado en los más altos niveles del MI6/Circus, sino su discípulo Ned, que tras invitar a su antiguo jefe a dar una charla en la escuela de espías de Sarratt, rememora algunas experiencias de su largo servicio. La novela se vuelve así la historia de la educación sentimental de un espía-narrador, que con los años ha pasado de sentir el mundo como tragedia, escenario para el sufrimiento, la pérdida y los deseos insatisfechos, a adoptar la óptica de su mentor Smiley. Quienes «sienten» –parece decirnos el escritor– se ahogan a veces bajo el peso visceral de la existencia. Para ellos, las injusticias de la vida, los desamores y los fugaces momentos de belleza proclaman la inevitabilidad del sufrimiento: bajo el amor perdido o los sueños frustrados asoma una inevitable sombra de mortalidad. Así, detrás de su obligatoria máscara de alguien impasible, Ned puede llorar o conmoverse por los mismos eventos que Smiley encuentra absurdos o dignos de burla. Le Carré, sin embargo, no corre el peligro de ignorar la ironía agazapada en la cita de Walpole (por cierto, escribidores, ese doble fondo es lo que separa un aforismo de una ocurrencia): lo humano es donde más cuesta separar lo que se piensa de lo que se siente. Somos tragicomedia en vilo, encerrada en un mundo hermoso y terrible, hilarante y desgarrador, vicioso y tierno, inútil y ridículo. ¿Quién podría negar que hay en la tragedia una exacerbación de lo humano? Y sin embargo, ¿no hay en esas mismas historias trágicas, vistas a cierta distancia, algo de irresistible y absurda comicidad? El aforismo de Walpole no sugiere que alguna de las dos perspectivas sea superior a la otra; más bien, cada una refleja diferentes temperamentos o modos de percepción. Smiley podría argumentar que el desapego ofrece claridad, permitiéndole navegar por los absurdos de la existencia sin ser engullido. Sin embargo, él mismo ha pagado el precio de esa lucidez con cierta esterilidad emocional, una vida observada en lugar de vivida. Por otra parte, alguien joven y sensible como Ned podría afirmar que la emoción fomenta la empatía y la autenticidad, pero esto puede llevarlo a sentirse demasiado abrumado o paralizado por el drama existencial. ¿Podemos pensar y sentir sin ser consumidos por la comedia o la tragedia? Una perspectiva equilibrada podría reconocer los absurdos de la vida mientras permanece abierta a sus profundidades emocionales, encontrando humor en la locura humana y significado en su lucha. Esta dualidad es quizás la sustancia de la gran literatura, lo mismo si se trata de las obras de Shakespeare, que mezclan el ingenio cómico con la profundidad trágica, que de las grandes ficciones modernas, donde nos reímos de las ironías de la vida al tiempo que lamentamos nuestras pérdidas. Aunque la distancia intelectual desde la cual vemos la vida como escenario también permita cierta ligereza dentro del caos, con el tiempo resulta inevitable que un elemento de piedad susurre algunas cosas a la conciencia, puliendo sus excesos. La piedad se sitúa en otro punto, equidistante tanto de la inteligencia degradada a astucia como del sentimiento degradado a patetismo. Un buen ejemplo lo tenemos en el noveno capítulo de la novela de Le Carré, donde se cuenta la siguiente historia. Durante su paso por la Sección de Interrogadores, un centro para entrevistar a ciudadanos que creen tener información relevante para el Gobierno, Ned descubre que Smiley, asignado antes a ese puesto, tuvo que entrevistar a un sargento retirado del ejército británico que quería saber si su hijo, recién fallecido, era en realidad un agente encubierto de alto nivel en Rusia. El sargento y su esposa siempre habían creído que ese hijo descarriado era sólo un convicto, pero poco antes de su muerte (apuñalado en un motín), durante la última visita del padre a la cárcel, el hijo le asegura que su identidad criminal era sólo una tapadera para su trabajo como agente secreto. Les cuenta también que él y otros colegas de alto rango recibían a veces unos gemelos de oro en lugar de las merecidas medallas. A pesar de su escepticismo, conmovido por los dos ancianos que buscan en él un amago de consuelo, Smiley hace todo lo posible por verificar la historia del joven. Tras una búsqueda exhaustiva, se ve obligado a concluir que el supuesto agente era «un monstruo irredimible y habitual»; su sórdida muerte parece merecida, y nunca ha tenido la más mínima conexión con el Servicio Secreto ni con ningún otro servicio gubernamental. Sin embargo, cuando el sargento y su esposa regresan para una segunda entrevista con el espía-funcionario, este les dice que, oficialmente, el Gobierno británico niega tener conocimiento alguno de su hijo, mientras que extraoficialmente les entrega un juego de magníficos gemelos de oro que, como sabremos luego, habían sido el regalo de aniversario de Ann, la esposa infiel de Smiley . La anciana pareja sale de la oficina, henchida de orgullo por el supuesto heroísmo de su hijo. Y los lectores no podemos menos que sonreír con esta admirable lección: aunque en el mundo sobren razones para el desencanto, hay veces que la más exitosa 'operación de inteligencia' es una sonriente compasión hacia el prójimo.

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