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Hacia el fin del secreto eterno

Hacia el fin del secreto eterno
Cada uno podrá hacer sus cálculos sobre si vivirá para verlo, y sobre todo, para verlo desclasificado. En cualquier caso, que el secreto tenga fecha de caducidad es un principio de higiene institucional y en ese sentido la propuesta del Gobierno lanza una señal positiva Todas las democracias tienen secretos, pero demasiados secretos pueden acabar con cualquier democracia. Esto es especialmente cierto cuando, como en España, la ley que regula los secretos de Estado procede de una dictadura y no se ha adaptado plenamente a las exigencias de una democracia avanzada como la española. El Gobierno de Pedro Sánchez se ha propuesto acabar con esta anomalía al presentar su anteproyecto de Ley de Información Clasificada aprobado en el último Consejo de Ministros. Comparar este texto con el de la Ley franquista de Secretos Oficiales de 1968, reformada en 1978, sería poner demasiado bajo el listón. Tiene más sentido ver qué cambia respecto al anterior proyecto del Gobierno, presentado en 2022, criticado por jueces, periodistas, archiveros e historiadores, y finalmente enterrado con el abrupto final de la legislatura y la convocatoria de elecciones anticipadas en 2023. Que es conveniente que España cuente con una Ley de Información Clasificada –mejor que una ley de secretos oficiales–, plenamente adaptada al marco constitucional y democrático, es algo que no se discute. Mejor aún sería si viniera acompañada de una Ley de Libertad de Información, pero eso es otro tema. Sin duda, hay elementos positivos en la propuesta del Gobierno. El secreto pasará a ser la excepción, y no la norma, y los poderes públicos deberán justificar que la restricción que establece es necesaria, idónea y proporcional. Las cuatro categorías de clasificación (alto secreto, secreto, confidencial y reservado) están en línea con estándares de otras democracias occidentales y de organismos internacionales, incluyendo la OTAN y la Agencia Espacial Europea. Se definen mejor que hace tres años los ámbitos de aplicación, las autoridades competentes, y la necesidad de justificar la clasificación, que ya no podrá encubrir vulneraciones de los Derechos Humanos, atendiendo a una reivindicación histórica de numerosas ONG y siguiendo los tratados internacionales. El secreto dejará de proteger a los perpetradores de los peores crímenes del franquismo y la transición, o así debería ser. Por otra parte, también aspectos menos luminosos. Se alude a la Ley de Transparencia de 2013, pero solo en la exposición de motivos –no en el articulado– y en la disposición adicional cuarta, para indicar que no se aplica a la información clasificada: ninguna sorpresa por aquí. Se acota mejor el concepto de “información” clasificada, pero se sigue prefiriendo este amplio término al de “documento” o “documentación”, más específico. Se mantiene la posibilidad de reclasificar lo ya desclasificado, eso sí, de manera excepcional y motivada, pero creando la posibilidad de generar secretos (casi) eternos. La posibilidad de prorrogar la clasificación queda al albur de la decisión discrecional de la “autoridad”. Y por supuesto, aspectos importantes deberán desarrollarse en leyes y reglamentos, a cuya letra y espíritu habrá que estar muy atentos. El proyecto no parece ajeno, por suerte, a lo que la historiadora francesa Arlette llamó “la atracción del archivo”, pues a diferencia del texto de 2022, menciona a estos lugares en los que, a fin de cuentas, los ciudadanos ejercen el derecho de acceso a la documentación pública. No es estrictamente novedoso, pero sí digno de aplauso, que se prevean registros públicos de documentos, que deberían permitir a cualquier usuario saber a qué atenerse en cuanto a qué está clasificado y qué ya no, y cuáles son los plazos establecidos para la consulta. Sobre todo, el texto señala que, para poder desclasificar, hay que saber qué está clasificado, lo que no siempre ocurre. Es más, la documentación debe estar “perfectamente identificada, organizada, ordenada y descrita”, algo imposible sin aumentar considerablemente los recursos humanos y materiales con que cuentan los archivos públicos. Como la norma dice que hay que dar a estos centros “los medios necesarios” para que cumplan su función, es de esperar que todo ello tenga su reflejo en los Presupuestos Generales del Estado. Sin personal ni recursos suficientes en los archivos, gran parte de la desclasificación que prevé la ley será papel mojado. Por supuesto, para los historiadores (al menos los contemporaneístas), periodistas, archiveros y otros profesionales que trabajan con documentación sensible, la cuestión de los plazos de desclasificación es crucial, pues marca el límite entre lo que se puede conocer basándose en fuentes públicas y lo que no, dibujando el contorno de nuestra reconstrucción del pasado, e incluso del presente. Es del todo oportuno y necesario establecer, como hace la ley, unos plazos de desclasificación automática, plazos que ahora, sencillamente, no existen, lo que provoca que lo secreto puede serlo para siempre. La propuesta actual es un poco más generosa que la de 2022, pero tampoco tanto: un máximo de 45 años prorrogables por 15 (60 en total) más para el “alto secreto”, 35 más 10 (45 en total) para el “secreto”, de 7 a 9 para lo “confidencial” y de 4 a 5 para lo “restringido”, estas dos últimas categorías sin posibilidad de prórroga. Es decir, se ha acortado el plazo de clasificación en cinco años en las dos primeras categorías, y en uno en las otras dos respecto a lo prepuesto en 2022. Esto nos situaría en niveles similares a los de otros países europeos, pero no desde luego entre los más aperturistas, ni en la vanguardia internacional de la transparencia. Queda lejos, en todo caso, del máximo de 25 años (prorrogables a 10) para los secretos de Estado, propuesto tenazmente –y en vano– por Aitor Estaban (PNV) en el Congreso. Sobre todo, se trata de aquilatar qué significan estos plazos para la investigación histórica, por una parte, y para el control ciudadano sobre la actuación de los poderes públicos, por otra. Por una parte, la desclasificación automática de toda la documentación de más de 45 años, y por tanto de todos los documentos del franquismo, como prevé una disposición transitoria, es una excelente noticia. Por otra parte, debería resolverse el espacio de ambigüedad que introduce la equiparación del antiguo “secreto” al actual “alto secreto” por los efectos contradictorios que podría tener sobre lo anterior. ¿Este tipo de informaciones también será desclasificado a los 45 años, o se le aplicará la posible prórroga de 15 años más, llegando a los 60? De ello depende el acceso a documentos de la última década del franquismo tan importantes como los de la descolonización del Sáhara en 1975. Por otra parte, pueden hacer sus cálculos: el intento de golpe de Estado del 23-F de 1981 podrá estar cubierto por el secreto hasta 2041, las acciones del GAL hasta 1987 lo estarían hasta 2047, y los atentados del 11-M de 2004, hasta 2064. Cada uno podrá hacer sus cálculos sobre si vivirá para verlo, y sobre todo, para verlo desclasificado. En cualquier caso, que el secreto tenga fecha de caducidad es un principio de higiene institucional y en ese sentido la propuesta del Gobierno lanza una señal positiva. Ahora falta ver si todo ello se convierte en ley –y cómo cambia la norma en el trámite parlamentario–, y se implementa con medios, voluntad política y garantías suficientes. Profesor Titular de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid
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hace alrededor de 10 horas
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