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La centralidad de la Constitución

Manuel García Pelayo explica en el ensayo 'La Constitución' que ésta cumple la función de integrar al pueblo español mediante «la conversión de una pluralidad en unidad, no sólo sin perjuicio de la autonomía de las partes, sino más bien por la interacción y participación de éstas». La Constitución lleva a cabo esta función de tres modos. Primero, prevé los símbolos de la unidad nacional, consistentes en la bandera y la atribución al Rey de la condición de «jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». Segundo, prevé los necesarios contrapesos para albergar en su seno las diferentes opciones políticas. Y tercero, dispone las instituciones democráticas, entre las que destacan los partidos y el carácter no imperativo de la representación parlamentaria. La integración nacional que provee la Constitución va unida a su neutralidad ideológica. Consagra el pluralismo político como uno de los valores esenciales, garantiza la libertad ideológica sin más limitación que el mantenimiento del orden público y contempla su íntegra reforma. La Constitución no pretende orientar el pensamiento de los españoles, sino «establecer y fundamentar un orden de convivencia política general» (sentencia del TC de 31-III-1980). Esta neutralidad determina su centralidad política, de manera que la alternancia en el poder es un fenómeno de normalidad y compatible con la paz social, eje de nuestro sistema político. Pero no podemos ser cándidos. García Pelayo advierte que «es preciso evitar caer en la tentación del mito del Verbo, es decir, en la creencia ideológica de que basta proclamar sabiamente una racionalidad abstracta para que las cosas se sometan a ella». La Constitución perderá su capacidad integradora cuando la sociedad deje de percibirla como ideológicamente neutra, momento en el que habrá perdido su centralidad y devendrá en una hoja de papel (al decir de Lasalle). La descentralización de la Constitución puede obedecer a dos fenómenos: la obstinación en su modificación y la terquedad en su inmutabilidad. El debate sobre el aborto es ejemplo de ello: mientras que para parte de la sociedad es inconcebible que no se haya constitucionalizado el «derecho a abortar», para otra es moralmente inaceptable el solo hecho de planteárselo. Este 'impasse' sólo puede ser abordado con escrupulosa lealtad constitucional. Cada facción debe asumir que en el plano jurídico su sensibilidad vale tanto como la contraria. Volvamos al ejemplo del aborto: quienes se oponen a su previsión constitucional no pueden obviar que la Constitución es reformable y no tiene más límites éticos que los quiera ponerse el pueblo español como único soberano, de manera que no es factible tachar de anatema un determinado debate; ahora, quienes opinan al contrario deben interrogarse con honestidad tanto si la elevación al rango constitucional de un asunto que atenaza el corazón de muchas personas aporta algo respecto de la regulación legal vigente como si el debate es oportuno en el hediondo clima político que soportamos. Sólo la ponderación de estos factores permitirá abordar un debate de esta sensibilidad sin menoscabar la centralidad de la Constitución. Dejemos de creer que nuestra generación sólo porta derechos y asumamos la obligación de comportamos con lealtad; primero con la generación que, a través de la Transición, pacificó la sociedad española y segundo con las generaciones venideras, cuya paz social nos es indisponible. Esta lealtad sólo puede ser cumplida velando por la centralidad de la Constitución, en el seno de la cual, ahí sí, estaremos en condiciones de defender nuestras más profundas convicciones sin resquebrajar la integración del pueblo español.
abc.es
hace alrededor de 6 horas
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