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Dios no ha muerto

Fue Albert Einstein quien escribió que el hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir. Los avances de la física cuántica y la astronomía corroboran la frase del padre de la teoría de la relatividad. La existencia de Dios vuelve a ser una hipótesis verosímil tras el descubrimiento del 'Big Bang', la gran explosión de la que nació el Universo hace más de 13.000 millones de años. Pese a que Nietzsche proclamara enfáticamente su muerte hace más de un siglo y pese al impacto de las aportaciones de Marx, Freud y Darwin para explicar la conducta humana, Dios está más vivo que nunca. Pero su resurrección en el mundo en el que vivimos no es tanto una reacción contra un materialismo agobiante como la respuesta a una angustia existencial, inherente a la condición humana. Diego Garrocho ha escrito en 'El País' que hay un renacimiento del catolicismo en la sociedad española. Según se desprende de su análisis, el hastío por el espectáculo y la frivolidad empujan de nuevo a los jóvenes a una búsqueda de los valores religiosos. Esto coincide con el éxito de 'Los domingos', la película de Alauda Ruiz de Azúa, con la simbología cristiana a la que ha recurrido la cantante Rosalía y con la publicación de un libro de Byung-Chul Han sobre Simone Weil, a la que considera la pensadora más importante del siglo XX. El filósofo coreano sostiene que el déficit de atención que padece el hombre contemporáneo dificulta la percepción de Dios. No ha muerto Dios sino el hombre, escribe. Su pesimismo resulta exagerado. Ciertamente hay en la sociedad española un 'giro', por decirlo en palabras de Garrocho, que consiste en la vuelta a una espiritualidad desdeñada desde el poder y los intelectuales y tachada de anacronismo. Las estadísticas corroboran fenómenos como el aumento de la asistencia a los oficios religiosos de los españoles menores de 25 años. Este cambio social es muy notable, pero sería un error focalizar este renacimiento de Dios en una explicación sociológica, sea una moda, una rebelión contra la superficialidad dominante o el enésimo debate intelectual. Sergio del Molino escribía con razón que solo el laicismo y la libertad de pensamiento permiten una discusión seria sobre el sentido de la fe. Así es. Obviamente, quienes cuestionaban el dogma cristiano hace cinco siglos eran llevados a la hoguera por la Inquisición. Pero su análisis no agota la cuestión. Es simplemente el punto de partida. La pregunta sobre la existencia de Dios es indisociable de la reflexión sobre el sentido de la vida. Albert Camus afirmaba que la cuestión ineludible para cualquier ser humano es si merece la pena vivir o, dicho de otra manera, cuáles son las razones para no suicidarse. Puesto que la existencia es absurda, estamos obligados a buscar un sentido, argumentaba el autor de 'El mito de Sísifo'. Es la propia fragilidad humana y su imposibilidad de hallar respuestas a muchas preguntas, lo que Kant llamaba 'paralogismos', lo que nos mueve a intentar comprender si estamos aquí por un capricho del azar o somos el resultado del designio de un Dios relojero, que creó la materia y las leyes de la física, siguiendo la metáfora de Leibniz. El interrogante sobre Dios nace de la propia limitación del entendimiento humano, de nuestra capacidad de asombro sobre los misterios del Universo y de la incapacidad de dar una explicación científica al origen de la materia. Stephen Hawking me respondió en un cuestionario que la materia había surgido de «una leve oscilación de la nada». ¿Cómo es posible que la nada oscile? Al biólogo inglés John Burdon Haldane le preguntaron sobre qué podía decir la biología acerca de Dios. Su respuesta da mucho que pensar. Afirmó que existen 300.000 especies de escarabajos y una sólo especie humana, lo que demostraría, según concluyó en términos irónicos, que Dios tenía más intereses en los escarabajos que en los hombres. Es una 'boutade', pero contiene una verdad inquietante: que estamos obligados a sospechar sobre nuestras intenciones cuando reflexionamos sobre Dios. ¿Somos víctimas de una ilusión, de un sesgo mental o de una necesidad biológica de trascender? La trampa de Haldane es que no somos escarabajos sino seres pensantes. La diferencia es que tenemos conciencia de nuestra condición e intentamos comprender por qué necesitamos comprender. Hay otra poderosa razón que nos mueve a indagar sobre la trascendencia: la angustia existencial. Somos seres arrojados al mundo, conscientes de nuestra finitud vital y marcados por la historicidad. Es, sobre todo, mediante el dolor y las pérdidas como adquirimos esa conciencia de nuestra precariedad. La contingencia es la esencia o, mejor la falta de esencia, de la condición humana. Somos lo que somos, pero no hemos elegido la época, el entorno y los genes con los que hemos nacido. Y tampoco podemos sobreponernos a esa angustia existencial que intentamos apartar de nuestra mente pero que retorna cuando la vida nos golpea. Dios no sólo es un enigma, es una sombra que se mueve siguiendo nuestros pasos y que jamás podemos atrapar. Cuando más pensamos sobre su existencia, más se aleja de nosotros. Permanece en silencio, ausente en las grandes tragedias de la humanidad, sin detener la mano de los criminales que provocan el mal. Soy muy consciente de que los creyentes argumentaran que el único camino para escuchar la voz de Dios es la fe. Y explicarán la existencia del mal por el libre albedrío de los seres humanos. No puedo rebatir estas afirmaciones. La fe es una apuesta, una opción personal, tan razonable como el ateísmo o el agnosticismo. No quiero entrar en una discusión teológica o filosófica sobre la existencia de Dios ni quiero convencer de nada a nadie. Lo único que sostengo es que no podemos eludir la pregunta, aunque algunos o muchos carezcamos de respuesta. El gran interrogante sobre el sentido de la vida y sobre si hay algo más allá de la muerte no es una moda ni una reacción al hartazgo social. Es algo que no podemos evitar, que forma parte de nuestra peripecia personal. Jean-Paul Sartre afirmaba que carecemos de esencia, que el hombre es pura existencia que se construye a través de los actos. Ciertamente somos libres y podemos elegir en muchas encrucijadas, pero no en todas. Y también es cierto que los actos nos definen por encima de las máscaras sociales. Pero es ese mismo hecho de carecer de esencia lo que nos empuja a preguntarnos quiénes somos y qué hacemos en este mundo. Platón sostuvo que la realidad sensible era una proyección imperfecta de una divinidad perfecta. Los hombres, encadenados en una caverna, sólo podemos ver las sombras que proyecta la luz. El mito platónico contiene una verdad paradójica: que sólo podemos imaginar lo que está fuera de nosotros y nos trasciende. Por eso, seguimos preguntándonos sobre Dios con la esperanza de poder algún día ver esa luz que hay en el exterior tras romper las cadenas de la existencia. Es una esperanza, tal vez pequeña, a la que yo no renuncio. Dios no ha muerto, pero es un enigma.
abc.es
hace alrededor de 6 horas
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