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La historia no perdona

La historia no perdona
Israel aún podría haber elegido otro camino; podrían haber convertido su trauma en memoria y no hacer de él una patente de corso, haber buscado justicia en lugar de venganza. Pero han elegido construir su identidad negando la de los demás La Historia nos ha enseñado dos cosas. La primera es que sin reparación no hay justicia y, que sin justicia, no hay paz que pueda sustentarse más allá de la fuerza. La segunda es que no se puede dejar huella sobre arenas movedizas. El Estado de Israel ha ignorado ambas lecciones; no en vano es el resultado de sumar lo peor de cada siglo que nos ha precedido; del XIX tomó el colonialismo y del XX el Holocausto, y en pocos años la catástrofe fundacional de los judíos europeos -el exterminio, el exilio, la humillación sistemática- se trasladó sin pausa a otro pueblo que nada tuvo que ver con aquellos crímenes. De un cóctel ideológico, teológico y étnico nació una entidad que ha basado y razonado toda su existencia en asesinar justificándose en su propio dolor; una entidad que erigió un país sobre una promesa que no podía cumplirse sin despojarse antes de su humanidad. Todo lo que ha venido después -las demoliciones, el apartheid y las masacres periódicas- ha sido una extensión de su acto inaugural. Israel no necesita justificar su existencia, le basta con administrar la de los demás, con lo que todo lo que lleva ocurriendo estos últimos ochenta años no es ninguna anomalía, sino su manera de estar en el mundo. Una tercera lección que nos da la Historia es que no hay democracia que sobreviva a la segregación, ni derecho que se mantenga en pie cuando se aplican leyes distintas según la etnia o la religión, ni convivencia posible cuando se vive en un estado de guerra permanente. En las últimas semanas, el diario israelí Haaretz ha alertado de la radicalización de los menores en el país, de niños y adolescentes gritando “muerte a los árabes” por las calles de Jerusalén, agrediendo a compañeros palestinos en las escuelas, participando en linchamientos y justificando la violencia como parte de su educación. Haaretz ha publicado incluso una guía para padres, una especie de manual de urgencia para detectar y frenar el fanatismo en el hogar. El simple hecho de que eso exista revela la dimensión del problema. Lo que ocurre cuando conviertes el odio en un volkgeist es que ese odio no desaparece nunca, sino que cambia de blanco. Era Girard -creo- quien decía que la violencia encuentra su cauce en la construcción de chivos expiatorios sobre los que se proyectan las tensiones sociales y los conflictos de una nación. El odio es un goteo paciente que horada la convivencia y arruina el futuro. Y es que en Israel llevan años en ese ‘estado morboso’ que escribiría Chaves Nogales en ‘La agonía de Francia’ de guerra civil latente, crónica; una guerra civil “en la que los ciudadanos no se asesinaban unos a otros pero poco a poco iban asesinando entre todos al país”. Será cuando el genocidio se haya consumado por completo que Israel empezará a pagar sus crímenes con intereses. La violencia es adictiva y no se puede dejar de un día para otro. Israel nunca ha sido un Estado legítimo, en mi opinión. Un Estado legítimo no necesita decir que lo es todo el rato para confirmarlo; no necesita ser una menina presumiendo de lo guapa que la ha pintado Velázquez. Israel es legítimo en tanto en cuanto lo era la estructura colonial británica previa a su fundación como Estado. Pero ahora, además de ilegítimo, ha pasado a ser un Estado inviable porque ha enredado su futuro y el del resto del mundo en una madeja de violencia que no va a poder desenmarañar. Cada muro que hoy levanta para protegerse o para justificarse se convertirá mañana en una pared que le corte el paso. Lo más trágico es que Israel aún podría haber elegido otro camino; podrían haber convertido su trauma en memoria y no hacer de él una patente de corso, haber buscado justicia en lugar de venganza. Pero han elegido construir su identidad negando la de los demás, han construido un país sobre la idea de que solo pueden existir si el resto desaparece, y esa elección tiene un precio. La historia no perdona a quienes cimientan su futuro sobre la ruina de otros.

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