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Perplejidades geopolíticas

Hace pocos días la prensa económica nos contó que en el informe de resultados del primer trimestre de 2025 la multinacional Booking había incluido una advertencia sobre el creciente impacto de la «incertidumbre geopolítica y macroeconómica» en sus negocios. La noticia debería interesarnos porque cuando una compañía que gestiona millones de reservas turísticas habla de incertidumbre geopolítica, sin duda no está especulando sino reconociendo un síntoma preocupante. Y un hecho contrastado: según el Índice de Incertidumbre Global, elaborado trimestralmente con información aportada por la Unidad de Inteligencia de la revista 'The Economist', la incertidumbre sobre asuntos económicos y políticos ha progresado ininterrumpidamente desde la década de 1990, generando picos coincidentes con diversos acontecimientos de máximo impacto: el 11-S, la crisis financiera de 2008, la invasión de Ucrania en 2022 y, en su última medición, el regreso de Trump a la Casa Blanca . Sin embargo, la palabra incertidumbre no abarca todo el rango de impresiones provocadas por los vaivenes de la política y la economía global. Más que de incertidumbre, tal vez debería hablarse de auténtica perplejidad. Llamamos así a un estado mental que mezcla sensaciones como la sorpresa, la confusión y la extrañeza y cuyo resultado es la incapacidad para tomar decisiones. La perplejidad ante el actual panorama geopolítico nace de un contraste radical entre nuestras expectativas y una realidad internacional traspasada por tres grandes tendencias. La primera es el retorno de la propia geopolítica en su peor sentido: no el que remite a las insoslayables influencias entre geografía y política, sino al despliegue de programas de política exterior dirigidos a dominar territorios que quedan más allá de las fronteras propias o maximizar cotas de influencia económica y política sobre tales espacios. La competición comercial, militar y tecnológica entre Estados Unidos y China es su manifestación más decisiva. La segunda tendencia es una agresividad creciente en la arena internacional. Incluso en el continente europeo la guerra ha dejado de ser un límite (por obra de Putin), Oriente Próximo atraviesa un nuevo periodo de inestabilidad y violencia (Gaza, Líbano, Yemen), que reemplaza al anterior (Siria, Irak, más allá Libia), el terrorismo se extiende por diversas regiones de África y crece el número total de conflictos armados. Al mismo tiempo, cada vez más Estados recurren a modos alternativos de agresión, confrontación y coacción: presión o sabotaje energéticos, guerra económica y cibernética, desinformación, campañas de desestabilización, uso instrumental de la migración. Todo ello sucede (tercera tendencia) en un tiempo de crisis profunda del multilateralismo. Naciones Unidas y otros organismos internacionales se demuestran inoperantes; las alianzas multinacionales se debilitan; los acuerdos de cooperación entre países se vuelven más frágiles, circunstanciales y oportunistas; y los países del llamado Sur Global actúan con autonomía táctica y rehúyen los alineamientos fijos. Las principales causas de los cambios citados son ciertos factores sistémicos. Desde finales del siglo XX el poder se ha redistribuido. Diversos Estados anteriormente subdesarrollados progresaron económicamente y se transformaron en verdaderas potencias emergentes: Brasil, Turquía, India, por ejemplo. O la misma China (para luego adquirir la condición de Gran Potencia). Otros impulsores de cambio han sido las innovaciones tecnológicas con impacto estratégico: desde las tecnologías de la información y la comunicación a las militares y desde de la inteligencia artificial a la computación cuántica. Finalmente, algunas dinámicas geopolíticas están transfiriendo a la esfera internacional algunas de las consecuencias de la evolución social y política de muchos países desarrollados: el descrédito de instituciones y élites políticas, la contracción de las clases medias, la erosión de los consensos cívicos, la rehabilitación de actitudes xenófobas y nacionalismos agresivos, el recurso político al populismo y la polarización, los liderazgos personalistas, incluso cierta fascinación por modelos y formas autoritarias de gobierno. Sin duda, el momento unipolar sobrevenido tras la caída del Telón de Acero ha quedado atrás. Pero esta nueva era geopolítica resiste los intentos de definición. Algunos opinan que hemos regresado a la bipolaridad y entrado en una segunda Guerra Fría (EE.UU. contra China). Sin embargo, estos no son los únicos países que hoy tienen capacidad para moldear el entorno internacional conforme a sus intereses particulares. Según otros, inauguramos una nueva etapa multipolar. Aunque se trataría de una multipolaridad asimétrica, marcada por el enorme diferencial de poder que separa a EE.UU. y China de otros Estados influyentes. El sistema internacional transita hacia algún tipo de estructura diferente a la que ha venido regulando las relaciones entre los países en las últimas décadas. La dificultad para definir el momento presente también trae causa del desorden reinante. Ninguna época ha producido un equilibrio perfecto en el sistema internacional, pero es evidente que el modelo de un orden internacional basado en reglas ha entrado en crisis. Ya no hay normas aceptadas por todos ni mecanismos eficaces para articular intereses diversos. El comportamiento de muchos Estados se vuelve menos predecible y cooperativo y la desconfianza, la rivalidad y la inestabilidad aumentan. De ahí que el rearme haya vuelto a ocupar un lugar central en todas las agendas nacionales. Y de ahí también que los europeos, sobre todo los europeos, nos sintamos tan desconcertados. Con razón dijo Josep Borrell que Europa tendría que aprender a hablar el lenguaje del poder. Seguramente lo dijo porque sabe que la Unión está atrapada entre la nostalgia normativa, las diferencias de criterio que dividen a sus Estados miembros y la presión geopolítica. Pero para ejercer el poder primero hay que tenerlo y fijar un propósito con el que utilizarlo. Hizo falta que Putin invadiese Ucrania para que los dirigentes europeos reconocieran nuestra debilidad. Y solo el vendaval Trump los ha llevado a impulsar una política de rearme que no podrá desarrollarse de la noche a la mañana y cuyo fundamento estratégico está por descubrir. Nuestra desorientación es el coste de nuestra perplejidad, de la que nunca se sale por medio de una acción sin rumbo claro. A finales del siglo XII, año 1190, el filósofo cordobés Maimónides, alumbró un hermoso libro llamado 'Guía de perplejos'. Aunque Maimónides era judío, escribió su mejor obra en árabe y algunas de sus versiones volcadas al castellano cambiaron el título original, sustituyéndolo por el de 'Guía para descarriados'. Fue un error. Pero es verdad que la perplejidad no resuelta puede apartar del mejor camino a seguir, como le ocurre a los descarriados. También hoy necesitaríamos una guía para perplejos. No una receta, ni un mapa fijo. Pero sí una orientación lúcida que nos ayudase a conducirnos en el incierto y peligroso juego de la geopolítica global, que amenaza con poner fin a nuestra mejor etapa histórica.
abc.es
hace alrededor de 10 horas
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