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Quién muere de cáncer y quién vive con él

Quién muere de cáncer y quién vive con él
Tener un diagnóstico de cáncer no significa lo mismo para todas las personas. No es igual atravesar la enfermedad con una red de apoyo que en soledad, con una vivienda adecuada que en condiciones precarias, con un empleo protegido que con la amenaza del despidoLas muertes por cáncer en el mundo aumentarán un 75%: así evoluciona en cada país El cáncer sigue siendo la gran enfermedad de nuestro tiempo. No solo por su magnitud estadística ni por el impacto devastador en la vida de millones de personas, sino porque, tras décadas de investigación, seguimos enfrentándonos a un enemigo lleno de incógnitas. El nuevo estudio publicado esta semana en The Lancet lo ha recordado con crudeza: el 42% de los 10,4 millones de muertes por cáncer registradas en 2023 están vinculadas a factores de riesgo evitables. Dicho de otro modo, casi la mitad de esas muertes podrían haberse prevenido si hubiéramos actuado antes y mejor sobre lo que ya sabemos: el tabaco, el alcohol, la obesidad, la contaminación, las condiciones laborales, las dietas ultraprocesadas, la inactividad física. Este dato conecta con una verdad incómoda: el cáncer no es solo un asunto de genética o de biología individual, sino de sociedades, de entornos y de políticas públicas. Es un asunto de desigualdad. No se trata únicamente de decisiones personales -comer mejor, hacer ejercicio, dejar de fumar-, sino de si existen o no condiciones materiales para poder hacerlo. ¿De qué sirve recomendar una dieta saludable si los precios de los alimentos frescos se disparan mientras los ultraprocesados llenan las estanterías? ¿Cómo pedir ejercicio físico a quien vive en barrios sin zonas verdes ni polideportivos públicos? ¿Qué margen tiene la prevención cuando las jornadas laborales y las dobles cargas de cuidados impiden siquiera descansar? Llega octubre, mes internacional del cáncer de mama. La marea rosa volverá a inundar escaparates, campañas y redes, y justo el cáncer de mama —el más diagnosticado en el mundo— refleja bien estas paradojas. Se estima que en España una de cada ocho mujeres desarrollará cáncer de mama a lo largo de su vida, con una previsión de más de 37.000 nuevos diagnósticos para el año 2025. Aunque la tasa de supervivencia a cinco años es muy alta (alcanza el 82,8%), la enfermedad sigue teniendo un impacto considerable en la mortalidad: en 2023, 6.754 mujeres fallecieron a causa de este tumor en nuestro país. La mitad de las mujeres que fallecen no presentaban ninguno de los factores de riesgo clásicos. Cada vez más investigaciones apuntan a lo que casi nunca se nombra: el entorno tóxico en el que vivimos y que condiciona nuestra salud mucho más de lo que admitimos. El Silent Spring Institute actualizó en 2024 una lista de 2007 que recogía 216 sustancias vinculadas a tumores mamarios y la amplió hasta 921 compuestos potencialmente cancerígenos, de los cuales 642 pueden estimular la producción de estrógenos o progesterona, hormonas asociadas al cáncer de mama. Lo alarmante es que muchos de esos compuestos no están escondidos en laboratorios lejanos, sino en envases, cosméticos, productos de limpieza y objetos de uso cotidiano que forman parte de nuestra vida diaria. El cáncer de mama, por tanto, no surge de elecciones individuales aisladas, sino de una exposición estructural, constante y masiva que las políticas públicas han permitido —o incluso fomentado— durante décadas. El informe de The Lancet incide en un punto esencial: los factores de riesgo no afectan por igual. La desigualdad social es una línea divisoria entre la vida y la muerte porque el cáncer no afecta a todas las personas por igual. Ni en su diagnóstico, ni en sus tratamientos, ni en sus resultados. Quién muere de cáncer y quién vive con él depende en gran medida del lugar donde naces, del barrio en el que creces, de tus ingresos, de tu género, si tienes papeles y por supuesto de tu color de piel. Las mujeres pobres tienen muchas más probabilidades de morir de cáncer de mama porque llegan tarde al diagnóstico y acceden a tratamientos más limitados. Hay una delgada línea entre hablar de prevención y caer en la culpabilización. Decir que el 4% de las muertes son evitables puede interpretarse como que las personas que fallecieron “no hicieron lo suficiente”. Nada más injusto. Lo que revela ese dato es que los gobiernos, las empresas y las administraciones no han asumido su parte de responsabilidad en limitar la exposición a riesgos conocidos de manera inmediata o a si es eficaz decir en 2024 que se dan dos años para eliminar del mercado los aditivos de aroma ahumado utilizados (que hay por ejemplo en las patatas fritas) cuando hay “evaluaciones científicas” que sostienen que estos aditivos pueden elevar “el riesgo de sufrir enfermedades como el cáncer”. El problema es que seguimos cargando sobre las personas con cáncer la responsabilidad de cuidarse y prevenir, como si fuera un asunto individual y no el resultado de falta de inversión y de políticas que permiten la exposición a tóxicos. El cáncer no es culpa de quienes lo padecen ni una fatalidad inevitable. Es una enfermedad atravesada por el sexismo, el racismo, la pobreza y la forma en que producimos y consumimos. Como escribió Anne Boyer: “es tan importante investigar los genes como el agua que bebemos”. Que sea más frecuente y mortal en contextos pobres no es azar biológico: es una decisión política. Tener un diagnóstico de cáncer no significa lo mismo para todas las personas. No es igual atravesar la enfermedad con una red de apoyo que en soledad, con una vivienda adecuada que en condiciones precarias, con un empleo protegido que con la amenaza del despido. El cáncer, como otras enfermedades graves, multiplica las desigualdades preexistentes. Afecta más a quienes tienen menos, y los tratamientos -cada vez más caros- corren el riesgo de profundizar esa brecha. El cáncer no solo revela lo que la ciencia aún no sabe, sino también lo que la política no quiere cambiar porque los intereses económicos vuelven a imponerse allí donde nuestra única prioridad es vivir.

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