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¿Te acuerdas de cuando el mar refrescaba?

¿Te acuerdas de cuando el mar refrescaba?
No estamos siendo abrasados de golpe, sino que nos estamos cocinando lentamente. Como en la famosa parábola de la rana hervida, el proceso es tan gradual que apenas nos damos cuenta. Y como especie, no estamos reaccionando con la urgencia que el problema requiere. Más aún, si se nos pudiera ver desde fuera probablemente se llegaría a la conclusión de que nos comportamos como si todo pudiera seguir igual En El Ministerio del Futuro, la novela de Kim Stanley Robinson, la historia comienza con una devastadora ola de calor en una región de la India. La población, atrapada en medio de un apagón, busca desesperadamente refugio mientras la temperatura convierte la ciudad en un horno. Pero ni siquiera el agua del lago ofrece alivio. Es un comienzo aterrador, de los que no se olvidan, pero no inverosímil: una distopía climática que se despliega en un futuro inmediato, tan cercano que podría confundirse con nuestro presente. Como en los capítulos de Black Mirror, se trata de una ficción cada vez menos ficticia. Leí esa novela hace unos años, pero ha vuelto a mi mente en estos primeros y calurosos días de julio. Desde que tengo memoria, paso parte del verano en la ciudad donde crecí, junto al mar Mediterráneo. Este año, por primera vez, he notado que el cambio climático se ha colado en la conversación cotidiana, incluso entre quienes nunca habían hablado de él. ¿La razón? La temperatura del agua. Una de las frases más repetidas estos días es: “ni siquiera refresca”. Según la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET), el agua del Mediterráneo está hasta seis grados por encima de lo habitual. Aunque al parecer este fenómeno tan brusco tiene causas inmediatas, como el desplazamiento de aguas más cálidas desde el Mediterráneo oriental, el trasfondo es inequívoco: el calentamiento global. Las consecuencias son también conocidas: daños graves a los ecosistemas marinos, noches tropicales con temperaturas mínimas insoportables y un aumento de lluvias torrenciales e inundaciones en otoño. Aún no hemos alcanzado el punto crítico que describe el comienzo de El Ministerio del Futuro, y quizás aún estemos a tiempo de evitarlo, pero la trayectoria es clara. No estamos siendo abrasados de golpe, sino que nos estamos cocinando lentamente. Como en la famosa parábola de la rana hervida, el proceso es tan gradual que apenas nos damos cuenta. Y como especie, no estamos reaccionando con la urgencia que el problema requiere. Más aún, si se nos pudiera ver desde fuera probablemente se llegaría a la conclusión de que nos comportamos como si todo pudiera seguir igual: preocupados, sí, pero también colaborando activamente en la reproducción de un modelo económico que depreda la vida. Algunos estudios han señalado que nuestra estructura cognitiva está mal preparada para enfrentar amenazas que se despliegan lentamente en el tiempo. Es comprensible que amplios sectores sociales estén más centrados en sobrevivir a un entorno socioeconómico adverso —con pérdida de poder adquisitivo y dificultad para construir un proyecto vital— que en planificar para 2050 o 2100. Pero lo que resulta injustificable es la inercia institucional. En buena parte del litoral mediterráneo, la administración pública sigue apostando por el turismo y la construcción como motores económicos igual que hace medio siglo, con dirigentes políticos repitiendo los mismos discursos (y revalidando mandatos). Peor aún es cuando los efectos más visibles del calentamiento global, como la reciente DANA en Valencia, irrumpen en el debate público sin apenas referencias al cambio climático. El foco mediático ha estado centrado en la gestión del presidente conservador de la Comunidad Valenciana, Carlos Mazón —sin duda muy deficiente, y quizás incluso delictiva—, pero ha faltado casi por completo la discusión sobre planificación urbana, adaptación climática y el papel del modelo económico en esta crisis. Incluso los dirigentes progresistas esquivan esa conversación, quizás creyendo que es menos rentable electoralmente. Me recuerda la reacción inmediata de algunos líderes políticos cuando sucedió “el caso Chuletón”, advirtiéndome de que era una ‘causa perdida’. Y, sin embargo, no se trata solo de que los fenómenos extremos se estén multiplicando. Se trata de que van a empeorar. La senda actual nos conduce directamente hacia los feos escenarios que retrata la novela de Robinson. Además, contra lo que sostienen los rojipardos —esa corriente ideológica que disfraza su ideología reaccionaria con ropajes de folklore socialista—, la cuestión ecológica no es un tema abstracto, sino profundamente material. El insomnio provocado por las noches tórridas, el agotamiento físico, la pérdida de cosechas, la inflación de la cesta de consumo o la destrucción de hogares e infraestructuras son realidades tangibles y desagradables que sobre todo pagan y pagarán las clases trabajadoras. Lo que nos recordaba El Ministerio del Futuro es que el desastre no llega de repente, sino como una concatenación de pequeñas derrotas, de decisiones postergadas y de oportunidades perdidas. La nuestra es, por lo tanto, una batalla política. Y como tal, es también una guerra cultural. Como dice el dicho popular, no debemos permitir que lo urgente tape lo importante; entre otras cosas porque lo importante es igualmente urgente. La política es también una cuestión de elegir sobre qué se debate en el foro público, un elemento sobre el que los grandes medios de comunicación tienen el mayor control pero donde también existe una notable responsabilidad por parte de la izquierda. No podemos seguir viendo ‘el tiempo’ en el telediario como si fuera un elemento exógeno, marcado desde fuera. Tampoco debemos permitir que la proliferación de noticias sobre inundaciones, sequías e incendios pasen por nuestras vidas de espectadores como episodios ocurridos en otra parte debido a un clima que no controlamos. Al fin y al cabo, no debemos perder de vista que es la lógica de un modelo de producción y consumo, del que formamos parte, lo que se encuentra detrás de estas transformaciones aparentemente incontrolables. Tenemos que gritarnos que seguimos siendo la rana que está dentro de la olla, y que si no reaccionamos rápido en algún momento del futuro inmediato eso supondrá un destino horrible.
eldiario
hace alrededor de 8 horas
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