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A dos dedos

A dos dedos
La literatura consiste en dotar a cosas minúsculas y hechos ridículos del poder suficiente para sostener, si es necesario, el mundo entero; es una herida leve que exageramos hasta dotarla de sentido Hoy escribo a dos dedos como el que escribe a dos velas porque no le queda otra. Ayer a mediodía estaba fregando un platicho que usé para el desayuno mientras en una olla un montón de rigatoni danzaban como en una rave subacuática, utilizando un estropajo de los que no llevan esponja porque el tacto de las esponjas es, junto a los animes y el fascismo, la cosa que más odio en el mundo. Estaba fregando el dichoso plato con esa rabia pasivoagresiva con la que hacemos las tareas domésticas los días de estrés y, sin previo aviso, sin notificar con quince días de antelación, decidió morir en mis manos; se quebró mansamente, sin ruido, sin alardes; podría decirse que hasta lo hizo con elegancia. Uno de sus bordes, que hasta ese momento solo había conocido el tacto rugoso de mis tostadas matutinas, me rajó la falange del pulgar, poniéndome a sangrar en abundancia; el corte era discreto e intenso como un subidón de popper y me fui a urgencias.  Una cosa he de reconocer: podría utilizar más dedos que estos dos índices sobreexplotados, pero dada la situación es mejor hacer de esto un drama dieciochesco y declarar inútiles también a los demás. El cuerpo no deja de ser un teatro de variedades y cada herida merece su propia tragedia. Miro el dedo vendado y parecen dos; me han cosido y me han puesto cuatro puntos, pero la venda es digna de una momia. El enfermero ha debido querer sumarse a mi espectáculo y ponerme un vestuario a juego. Mientras escribo a dos dedos, los otros permanecen expectantes y alguno de ellos se muestra humillado; han quedado a caballo entre la actitud meñiquesca de tomar el té y la de los aristócratas en decadencia que fingen estar por encima de los trabajos manuales y de pronto decido que no están en reposo, sino en huelga, porque se niegan a participar en mi farsa. De vez en cuando, alguno de ellos hace un conato de deserción y un pequeño amago de querer participar del relato, pero los demás lo reprimen de inmediato; el dedo anular de la mano izquierda, concretamente, que es el encargado de las Q, las A y las eses, tiembla como de la abstinencia; esto es un sindiós.  Con este vendaje ridículo y sobreactuado, tengo la impresión de estar escribiendo desde la más pura convalecencia del lenguaje; el dedo herido observa al resto hacer lo suyo y se limita a latir bajo la venda y me requiere atención constante, como un niño con fiebre o como la Comunidad de Madrid cuando llueve o nieva. Ahora no puedo correr sobre las palabras como hacía antes, las miro formarse lentamente como Dios miró formarse los montes y las cordilleras; ahora tengo más tiempo para pensar en las cosas que digo mientras las digo y sin querer establezco diálogos con mi yo profundo. Escribo lento y pienso despacio y mastico cada tecla con el placer masoquista de quien vuelve una y otra vez a presionar la herida para comprobar que sigue doliendo.  Es que la literatura consiste en dotar a cosas minúsculas y hechos ridículos del poder suficiente para sostener, si es necesario, el mundo entero; es una herida leve que exageramos hasta dotarla de sentido. No lo sé. Todo se vuelve tan importante si lo miras cinco minutos seguidos que quizá por eso nos dé pereza prestar atención a las cosas que nos rodean. Hay palabras que pesan más que frases enteras y hay cosas que se vuelven sumamente importantes solo por el trabajo que cuesta escribirlas. Escribir con dos dedos es en el fondo un capricho de ricos que pueden permitirse perder el tiempo para decir tonterías, o un consuelo de pobres que romantizan el hecho de no tener lavavajillas en casa. Escribir con dos dedos no es más que escribir con cautela y dejarte llevar por el miedo a que cada letra pueda romperse en dos, como el plato que nos trajo hasta aquí. O lo mismo esto solo es un pretexto para observar de cerca lo frágil que es nuestra rutina cuando la miramos de frente. En realidad estoy escribiendo con dos dedos porque, en el fondo, somos criaturas tan ridículas que necesitamos pequeñas tragedias domésticas para sentirnos mínimamente vivos. Es probable que mañana se me pase esta tontería, que la herida cierre, que vuelva a usar todos los dedos y se me olvide lo que duele pulsar lentamente una tecla. Pero ahora, que aún tengo la venda puesta prefiero creer que escribo así porque las palabras necesitan sentirse importantes y porque, a veces, solo desde la precariedad podemos contar bien las cosas que realmente importan. Y no hay cosa más precaria que un escritor pobre al que le falta un dedo.
eldiario
hace alrededor de 17 horas
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