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Colapso de los sistemas y pérdida de control

Colapso de los sistemas y pérdida de control
En medio del apagón, casi la única fuente de información fue durante horas la radio en transistores a pilas. Hemos avanzado mucho en muchas cosas; pero, a la vez, hemos aumentado nuestra dependencia de sistemas complejos que aumentan nuestra vulnerabilidad frente a su colapso La complejidad va en aumento, y con ella la vulnerabilidad. Los sistemas explosionan, en parte debido a nuestras formas de vida y de organización y a que no son capaces de hacer frente a esa complejidad, que hace que las personas controlemos cada vez menos un entorno que se ha vuelto indispensable. Vivir, y gobernar, depende cada vez más de estos factores, además de una naturaleza indómita. El apagón eléctrico y telecomunicacional ha sido otro caso en esta tendencia. No es habitual, salvo en casos de guerras que no hemos vivido directamente en tiempos recientes, que un mismo presidente del Gobierno en España haya tenido que lidiar con una pandemia como la del COVID-19, una tormenta de nieve en algunas partes de España como Filomena, un conflicto armado relativamente cercano como el de Ucrania y sus efectos inflacionistas abonados por otros factores, una sequía persistente bastante generalizada, seguida de una DANA con efectos locales devastadores, y trombas de aguas, pasando por la erupción de un volcán (en la isla de La Palma). Y, sin embargo, esa parece la nueva normalidad. No se trata solo del Gobierno, sino que esto deja posos en la sociedad y en los individuos. Hemos vivido demasiadas cosas raras en poco tiempo, y estamos inmersos en un cambio profundo de sociedad y de mundo. Cabe recordar cómo un hecho natural, la explosión del volcán islandés Eyjafjallajökull, paralizó en 2020 durante semanas gran parte del tráfico aéreo en el norte y centro de Europa. El maestro politólogo, además de excelente jurista, Manuel García Pelayo, acuñó ya hace años esa idea de la “explosión de los sistemas” a medida que ganaban en importancia, complejidad e intensidad de uso. Es decir, cómo en un momento dado, ante el peso de la complejidad y de las demandas que se ejercen sobre ellos, los sistemas colapsan. Lo hizo cuando la era tecnotrónica empezaba a despuntar, pero también cuando los desplazamientos humanos estaban creciendo a una velocidad nunca vista antes, desbordando los sistemas para gestionarlos. Quizás uno de los sistemas más complejos que exista sea una gran ciudad moderna, donde hay que proveer de servicios sofisticados, desde el tráfico, a diversas fuentes de energía, entre ellas la alimentación, los transportes, servicios sanitarios, comunicaciones, etc. Como Nueva York, Londres, Tokio, Pekín, Shanghái, Lagos, u otras más pequeñas como Barcelona y Madrid. Esto no es la “sociedad del riesgo”, de la que habló Ulrich Beck a raíz del accidente de Chernóbil, y que está presente ante los embates del cambio climático, sino la “sociedad de la complejidad”. Y solo la complejidad puede controlar a la complejidad. Las inteligencias artificiales permiten reducirla, pero a la vez son en sí muy complejas y se están convirtiendo en parte de la solución, sí, y parte del problema. Complejidad que la mayor parte de la gente ignora en sus fundamentos, lo cual también constituye incultura. Cuando se le da al interruptor y se enciende la luz de la habitación, se abre el grifo y sale agua, o se mira al móvil para consultar una red social o contestar a un mensaje, se dan por asumidas muchas cosas como si fueran naturales, pero tras las cuales hay tecnología que requiere la cooperación de muchos, que la mayoría ignora. En medio del apagón de electricidad, de internet y de los teléfonos, la mejor, casi la única, fuente de información fue durante horas la radio en transistores a pilas. Los que se había deshecho de sus viejos aparatos se arrepintieron. Y fueron corriendo a comprar uno nuevo, con sus correspondientes pilas, al súper o al bazar cercano si aún seguía abierto y disponían de efectivo. Hemos avanzado mucho en muchas cosas. Pero a la vez, hemos aumentado nuestra dependencia en esos sistemas, que aumentan nuestra vulnerabilidad frente a su colapso o acontecimientos que no dominamos. Por no hablar de la ciberseguridad. En el caso del apagón la propia Red Eléctrica ha descartado, tras un examen es de suponer que minucioso, que se tratase de un ciberataque, aunque el Gobierno y el poder judicial mantienen abiertas todas las hipótesis. En nuestras sociedades, el ser humano ha logrado, colectivamente, un dominio sin precedentes sobre su entorno: modificamos ecosistemas, controlamos la energía, reprogramamos la vida misma. Sin embargo, a nivel individual, hemos perdido muchas de las competencias esenciales para la supervivencia autónoma que poseían nuestros ancestros más primitivos.  Un cazador-recolector, o un grupo de ellos, sabía construir su refugio, encontrar su alimento, curar heridas básicas, adaptarse a los ritmos de la naturaleza, y cocinar. En contraste, salvo excepciones, que las hay, el ser humano moderno, aunque inserto en una red tecnológica global de altísima sofisticación, depende casi totalmente de infraestructuras, expertos y tecnologías que apenas comprende y no podría replicar. Esta alienación tecnológica y pérdida de autarquía personal nos coloca en una situación paradójica: cuanto más dominamos el mundo en conjunto –aunque cómo hemos vivido la naturaleza tiene una parte importante que jugar–, más vulnerables e incompetentes somos como individuos. Es lo que se llama pérdida de agencia vital. Claro que algunas capacidades de recuperación –la resiliencia, se dice desde hace un tiempo– también resulta asombrosa.
eldiario
hace alrededor de 16 horas
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