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Devolvamos la infancia a los niños

Los móviles, como todas las tecnologías poderosas, nos facilitan y nos complican la vida. Y esto irá, sin duda, a más, porque el ser humano es, por naturaleza, un ser empeñado en mejorar sus prótesis. Si lo despojamos de sus prótesis (su ropa, sus utensilios, su lenguaje…), lo que quede solo será un humano muy reducido. Ser humano es ser un animal amplificado porque, como le decía Katharine Hepburn a Humprey Bogart en ' La reina de África ', «la naturaleza es lo que hemos venido a superar». Pero ocurre que, como no podemos dejar de imaginar lo posible, esta tarea se nos antoja a veces menos atractiva que la degradación. El hombre es el animal que puede degradarse con la ayuda de las tecnologías que le permiten superarse. Fijémonos en la pedagogía. La relación pedagógica esencial es la relación cara a cara. Pero siempre ha necesitado complementos. Piénsese en el estilete, el punzón que los alumnos de la antigüedad utilizaban para escribir en sus pizarras de cera. Con sus estiletes mataron sus discípulos a San Casiano de Imola. Mientras grababan las letras del abecedario sobre su piel, le preguntaban: «¿Por qué lloras, si tú mismo nos diste estas cosas y nos dijiste que nunca debíamos permanecer inactivos?». Las tecnologías son esencialmente ambiguas precisamente porque amplifican cuanto somos, lo mejor y lo peor. Durante años se nos insistió en que las nuevas tecnologías no eran un complemento de la relación cara a cara, sino su sustituto disruptivo y definitivo. Gracias a ellas la escuela del XIX alcanzaría el siglo XXI. Pero las pantallas no tardaron en mostrarnos amplificadas nuestras grandezas y nuestras miserias. Perdieron su aura de tecnologías de la liberación y hemos acabado haciéndolas responsables de la fragilización del bienestar académico, socioemocional y mental de los alumnos. Robert F. Kennedy Jr ., el excéntrico secretario del Departamento de Salud de la corte de los milagros de Trump, añade que las radiaciones electromagnéticas de los móviles causan cáncer. Se ha impuesto, pues, la necesidad de educar a los jóvenes en el uso de los móviles, pero como ellos se resisten a utilizar solamente sus potencialidades positivas, hemos decidido restringir severamente su uso en los únicos ámbitos en los que estaban aprendiendo a controlarlos: en los centros educativos. Ciertamente unos centros han logrado más éxito que otros en este empeño, pero son los que han cosechado menos éxito los que han sido tenidos en cuenta a la hora de tomar medidas. En lugar de fijarnos en los que tenían soluciones, nos hemos fijado en los que tenían problemas. ¿Es que las administraciones educativas no disponen de registros de buenas prácticas docentes que puedan servir de referencia? Dado que no podemos permitirnos el lujo de renunciar a una sociedad tecnológicamente competente, quizás el mayor reto educativo de nuestro tiempo sea el de educarnos todos, jóvenes y no tan jóvenes, en el uso de las nuevas tecnologías, porque, como es fácil de ver, las pantallas son un consumidor voraz y adictivo de tiempo. Lo que hemos de discutir es si la prohibición fácil es mejor que la difícil educación. Pero la restricción de las pantallas en los centros educativos es fácil de aplicar, tiene un coste cero y contenta a las familias, que ven a sus hijos pegados a ellas. El 5 de febrero, 'The Lancet' publicó un estudio de la Universidad de Birmingham ('Smartphone use and mental health: going beyond school restriction policies') en el que se concluye que no hay evidencia que respalde, en su forma actual, la utilidad de la prohibición del móvil durante la jornada escolar. No mejora ni las calificaciones de los alumnos ni su bienestar emocional y, sobre todo, no reduce el tiempo total que los jóvenes le dedican a lo largo del día, porque lo recuperan al final de la jornada escolar para usarlo de forma bastante menos saludable que en la escuela o el instituto. Añado que, según un equipo de investigadores del King's College de Londres, los alumnos de centros educativos con restricciones obtuvieron un rendimiento inferior en las pruebas PISA que los de los centros que permitían su uso. Hay, ciertamente, otros estudios que dicen lo contrario, pero la falta de unanimidad nos debiera animar a ser prudentes. Es cierto que ha habido un significativo incremento de los problemas de salud mental entre los jóvenes, pero comenzó a manifestarse antes de la pandemia y tampoco está claro si es el móvil el que provoca esos problemas o si son esos problemas los que empujan a los jóvenes al móvil. En cualquier caso, la adicción al móvil no ha surgido de la nada. Por eso debiéramos preguntarnos, dado su éxito, a qué necesidad han venido a dar respuesta. A mi modo de ver, la pantalla es la expresión de una generación que está creciendo con las rodillas impolutas. Ser niño es, básicamente, tener mucha más energía que sentido común para gestionarla. Esta diferencia encontraba su expresión en las rodillas de los niños que estaban descubriendo autónomamente el mundo. Si un petirrojo en una jaula, como decía William Blake , enfurece a todo el cielo, unas rodillas infantiles impolutas enfurecen la lógica vital. Son el testimonio de que nuestros niños se han quedado sin infancia, puesto que no disponen de espacios abiertos en los que poder consumir su energía sin la inmediata supervisión de los adultos. Jugar juegos arriesgados en libertad no solo es divertido. Es, sobre todo, necesario. Pero los adultos les ofrecemos una sobreprotección que, por negarles su autonomía, es indistinguible del maltrato. Tenemos que devolverles la infancia a sus legítimos propietarios. Podríamos comenzar por dejar de ver las escuelas como instituciones terapéuticas. La escuela no debiera contribuir a patologizar las experiencias cotidianas del niño. Un niño travieso no padece ninguna patología. Un cierto malestar indefinido de vez en cuando solo prueba que estamos vivos. No hace falta traducir todos nuestros malestares al lenguaje de la psicología, porque corremos el riesgo de convertirlos en profecía autocumplida. No protejamos tanto a los niños que les resulte apetecible sentirse mal. Termino con las palabras que Joaquín Costa dirigió a las madres aragonesas: «Dejad que los niños se acerquen a mí y desgarren en mi tronco y en mis ramas sus pantalones. ¡Sí, señoras mías, los pantalones; eso dice el árbol, y con decir eso lo dice todo. Cierto que ganará el sastre; pero más que el sastre ganará el niño y ganaréis vosotras; todo lo que gastéis en pantalones lo ahorraréis en medicinas. Y creedme: cuando el niño […] no ha recorrido, en competencia con los pájaros, todos los árboles de los contornos, será toda su vida un incompleto».
abc.es
hace alrededor de 1 mes
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